Ir al contenido principal

Pandemia

Se extiende sin visos de control la pandemia del llamado coronavirus, dando un vuelco al mundo tal como lo conocíamos, con una ferocidad que ninguno de nosotros habría podido imaginar.


Desde su pistoletazo de salida en el corazón de China, que nos parecía tan remoto, el vil patógeno se ha propagado exponencialmente hasta el último rincón, incubándose en el cuerpo de los incontables viajeros que lo surcaban (ahora, de momento, no) de un lado a otro. Nos recuerda así que la globalidad no es solo cosa de comercio o información, sino que también incluye nuestras más arriesgadas vulnerabilidades. Esa red apelmazada en la que hemos convertido el mundo se convierte en una autopista para los parásitos y los oportunistas de nuestros cuerpos. Es la salud líquida, capaz de poner patas arriba esa vida cotidiana que, a fuerza de mantenerse igual a sí misma, llegó a parecernos inexpugnable.
Confinados en nuestras casas, rendidos y cada vez más alarmados ante un disparo de cifras que parece inverosímil, nos preguntamos cómo hemos podido llegar hasta aquí; y, sobre todo, cómo no nos dimos cuenta. Hace solo una semana aún escuchábamos las noticias como si tratasen de algo lejano e improbable, y mirábamos las estadísticas más con curiosidad que con preocupación. Las informaciones se agolpaban unas sobre otras, se iban hinchando números, las empresas se hundían, las escuelas cerraban, los vuelos se interrumpían…, pero la gente seguía a lo suyo, los niños se perseguían en la calle, un señor compraba fruta, un grupo de jóvenes cotilleaba en la terraza de un bar… ¿Nos habremos vuelto estoicos, o más bien seremos una pandilla de inconscientes? ¿Es la sabiduría la que nos inmuniza contra el pánico (ya que no contra el virus), o viviremos aturdidos por no sé qué servil resignación? ¿O, sencillamente, como opina una psicóloga amiga, somos inconteniblemente sociales?

Ahora sí, por fin, nos vamos quedando en casa, y empezamos a mirar con suspicacia al vecino que nos cruzamos por la calle cuando vamos a comprar. Pero nuestro miedo llega tarde. Le hemos dado demasiada cancha a un simple manojo de genes que ni siquiera está vivo, pero al que la evolución ha dotado para usarnos como máquinas replicadoras. Un enemigo imbatible que se extiende vorazmente, que fulmina a los débiles, a los desprevenidos, o simplemente a los que no pueden ser atendidos por unos servicios sanitarios que no dan abasto. Prospera a lomos de nuestra caótica profusión, se da un festín con nuestro gregarismo populoso, explotando, sobre todo, nuestra condición de soberbios o incautos.
Ahora ya sabemos que esto no se detiene, y ya solo aspiramos a que su propagación sea lo más lenta posible. Empezamos a hacernos a la idea sobrecogedora de que en el fondo ya nos ha vencido, que seguirá alzándose como una marejada, hasta que nos haya inundado a todos y remita finalmente extenuado, indigesto de éxito; y que nuestra única baza, lo único que podemos conquistar para reducir su devastación, es tiempo. Como sucedió siempre con las epidemias, lo único que acabará poniéndolo a raya serán las defensas de los supervivientes, que contamos que sean la inmensa mayoría…

Tras su paso habrá quedado un reguero de cadáveres y un mundo rasgado por las costuras que ya nunca será el mismo. Una mañana, quizá inesperadamente, como imaginó Camus en La peste, el horror empezará a remitir. Aturdidos, contemplaremos las ruinas con más resignación que asombro; nos miraremos unos a otros, felicitándonos por seguir aquí. ¿Habremos aprendido, al menos, hasta qué punto somos vulnerables?

A los profesionales de la salud,
con quienes tenemos una deuda impagable.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...