Hay que vivir aquí. No hay
otro sitio. Es uno de los tópicos que más se repiten:
“Aquí y ahora, es lo único real…”. No obstante, debo insistir.
Porque tengo tendencia a olvidarlo, o quizá no acabo de creerlo. Porque estoy hecho
para añorar lo perdido y para esperar un porvenir mejor. Así me han educado,
también: lo que fui (y se me alaba, o se me reprocha, o se me recuerda como si
solo entonces hubiese sido yo mismo); lo que seré (porque solo el futuro puede
restituir mis carencias y cumplir mis proyectos).
Una y otra vez
vuelvo a pensar así. Ausentarse tiene muchas ventajas, y yo las aprovecho. La
nostalgia me permite adornar el pasado y mantener la creencia en que hubo un paraíso,
aunque lo perdiera. O bien, atormentarme con viejos errores o antiguos agravios
me distrae de la única tarea verdadera, lo único que realmente cuesta y me
desafía, que es el presente. El pasado me atrapa, pero porque yo quiero ser atrapado:
porque si soy libre tengo que elegir, tengo que hacerme responsable, y esas
cosas dan miedo.
Ausentarse al
futuro es también fácil. Cuando todo está por hacer, no es preciso hacer nada.
Lo que seré me redime de lo que soy, o sea, de lo que no soy aún pero podría
ser un día. La inmensidad de lo posible angustia a la pequeñez del ser, pero
también le alivia de su peso. Todo será mejor, o peor, pero en cualquier caso
ya no será esto: esto que ahora pincha, duele, inquieta o frustra, esto de lo
que quiero huir. En algún lugar del futuro están las tierras prometidas: el
hecho de presentirlo, aunque no se sepa dónde ni cómo son ni cómo llegar a
ellas, ya nos hace sentir que, en cierto modo, las hemos conquistado; soñar es
adueñarse de las cosas, por más que lo hagamos solo con la imaginación.
Pero es mentira.
Ni en el pasado hubo un paraíso, ni en el futuro aguarda lo mejor. O, al menos,
no lo sabemos; y ni siquiera es relevante, puesto que no es real. Ahora no nos
sirve, por eso no nos importuna. La felicidad pasada tiene el sabor triste de
la nostalgia; la futura, solo nos conmina a esperar.
La vida accesible
transcurre en el presente; en este momento, en este lugar, que, buenos o malos,
como decía Serrat, son los míos, o sea, los únicos. Si hay que poseer algo, si
hay que conquistar algo, es aquí. ¿En qué ayuda añorar? “Si están mirando el
presente con los ojos del pasado, nunca comprenderán la cosa viva”, avisa
Krishnamurti; lo mismo sucede a la inversa. Y, en cuanto a dejarlo para mañana,
¿por qué habría que esperar? Mañana el mundo será distinto, y yo seré distinto,
y ya no me incumbirá el sufrimiento de hoy; pero hoy sí que me concierne: si
puedo elegir no sufrir, mejor.
Zygmunt Bauman
habla de utopías y retrotopías. Las primeras tiran de nosotros desde el
futuro: son un proyecto. Los proyectos son imprescindibles, pero imaginarios, y
hay que ir acomodándolos a la realidad porque difícilmente será ella la que se
amolde. Por eso, las utopías contienen algo de descomunal y poco creíble. No
tiene nada de malo pedir mucho, pero nos condenará a la frustración de no alcanzarlo.
Las retrotopías
son lo que está de moda en nuestro mundo cínico y desencantado. Lo bueno ocurría
ayer, y lo perdimos. Es el viejo mito de la Edad de Oro y la caída. La trampa de
todas las nostalgias: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”; luego se trata de
regresar. Si nos queda honradez, reconoceremos que nuestros recuerdos son
selectivos y no cuentan toda la verdad. Ayer también hubo tristezas e inquietudes.
La
alegría, la única a la que podemos aspirar, reside en la presencia. Presente es
presencia. Lo demás son quimeras.
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