“El hombre es el ser que
siempre decide lo que es”. Con esta sentencia, tan sencilla y tan exacta,
Viktor Frankl resume toda la filosofía existencialista. Sartre, que hablaba con
tanto tino, no lo dijo tan bien. Lo que define al ser humano es su libertad:
gozosa o inquietante, pero ineludible.
Ser humano es tener que elegir: continuamente, agotadoramente. Sentir el poder y la angustia de ese deber insoslayable. Sentirse interpelado por el mundo en cada uno de los pasos, y responder: no se puede no responder. Oponer la voluntad a la facticidad, el proyecto al límite. Vivir sumido en el barro, pero para modelarlo a la luz del deseo; aunque luego la riada se lleve el barro y la vida.
Ser humano es tener que elegir: continuamente, agotadoramente. Sentir el poder y la angustia de ese deber insoslayable. Sentirse interpelado por el mundo en cada uno de los pasos, y responder: no se puede no responder. Oponer la voluntad a la facticidad, el proyecto al límite. Vivir sumido en el barro, pero para modelarlo a la luz del deseo; aunque luego la riada se lleve el barro y la vida.
Pero, ¿qué es
decidir? Decidir, se dirá, es afirmar una dirección entre muchas, descartando
todas las otras. Sin embargo, parece más preciso invertir los términos:
descartar todas las opciones menos una. Elegir es ante todo renunciar, pues la
renuncia es infinita, mientras que la elección es una sola. Primero está la
negación: ella es lo innumerable y lo difícil, ella es lo excepcional. Ella es,
en definitiva, lo creador: es en la resistencia a lo dado, a lo que sucede por
sí mismo, a la facticidad, donde la voluntad y la libertad cobran sustancia. Se
podría parafrasear, pues, el dictamen de Frankl, postulando que “el hombre es
el ser que dice no”.
La negación es algo fascinante y misterioso. Un animal no niega: el instinto manda, él obedece. Toda la vida se despliega afirmando sus leyes, esto es, afirmándose a sí misma. En ello reside su fuerza inapelable, que Nietzsche celebraba con razón: “mi fórmula para referirme a la grandeza del hombre es “amar el destino”: no querer que algo sea distinto, ni en el pasado ni en el futuro, ni por toda la eternidad”. Mucho antes, Epicuro ya había proclamado la bondad de la vida sencilla y placentera, la ataraxia del que no pide más allá de lo que se le da. Y los estoicos eran adalides de la naturaleza, precisamente porque su máxima aspiración era aceptar.
Y, sin embargo,
todos ellos encuentran su grandeza precisamente en el hecho de elegir, o sea,
de ejercer la voluntad más allá de la sumisión a lo establecido. Nietzsche era
un subversivo que amaba las alturas solitarias como metáfora de la voluntad ―voluntad de poder― que se hace a sí misma frente
a la blanda sumisión de la mayoría. Epicuro hallaba su goce en el retiro, es
decir, en el rechazo de las imposiciones mundanas. Séneca y Marco Aurelio
insistían en la contención y la renuncia: sustine et abstine.
No nos conformamos: queremos lo mejor. Toda la ética se levanta sobre esa aspiración humana a no dejarse llevar por la corriente, a poner la voluntad y el esfuerzo en contra de lo inadecuado. Una vez más, afirmar es negar. Afirmar la justicia es negar la injusticia; afirmar la virtud es decirle no al impulso que nos arrastraría a ser lo que no queremos ser. Estamos dispuestos a resistirnos a determinadas tentaciones porque hemos decidido conquistar lo valioso contra corriente.
Hay
un poder en la negación: los niños lo descubren pronto, y lo aprovechan para
experimentar con su recién descubierto yo. Es un poder afirmativo, porque se
afirma a sí mismo; pero se despliega negando, porque aguanta y se abstiene, porque
rechaza lo fácil ―que es el premio inmediato,
el de la indolencia― y enarbola lo arduo, y así modela el yo, y alumbra la propia conciencia, que
surge cuando la parte de nosotros que decide se descubre actuando. Querer,
pues, es ante todo no querer, como avanzar es ante todo hacer valer nuestra fuerza
frente a todo aquello que se le opone. Ley de acción y reacción: la potencia
que rechaza es la que nos impulsa.
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