Término arduo y grumoso como
un trabalenguas, con el que nos referimos a algo tan simple y fatal como esas
grietas en las que nos hace mella la corrosión de la vida, esos puntos débiles
del yo en los que flaquea el conatus, allá donde la intemperie lacera
fácilmente cuando nos tantea con sus uñas afiladas.
Por eso, porque
hay puntos en los que se nos traspasa sin estorbo, es lógico que sea en ellos
donde más procuremos guardarnos, donde nos mantengamos más cautelosos. Aquiles
solo tenía uno y fue suficiente para arrasar toda su magnificencia divina.
Solemos llamarlos defectos, con una amargura que pone en evidencia nuestra
secreta fantasía de perfección, pero procurando excusarlos tras el parapeto del
destino. Componendas que, en el fondo, no hacen más que rotular patéticamente
la cartografía de nuestra debilidad.
Hay que temer a
las vulnerabilidades, porque es donde se ensaña el dolor oportunista, y, como
dice Marguerite Yourcenar, no conviene tomar a broma lo que podría dañarnos.
Sin embargo, sería poco inteligente desaprovechar lo que las fragilidades
tienen de ocasión: son el enclave en el que se nos ofrece la oportunidad de
renunciar a la vana omnipotencia, de templar el aguante y explorar el valor, de
convocar fuerzas inéditas y asentar la prudencia.
Allá donde la vida
tiende a ponerse difícil, se descubre interesante. Allá donde podrían vencernos
fácilmente, la mera persistencia es un triunfo. Hay personas disminuidas que
han encontrado en su carencia un acicate para el coraje: puesto que todos
cojeamos de algún pie, esa es una grandeza que siempre está a nuestro alcance.
Porque nada nos motiva más que lo que nos falta, y de nada nos vemos tan
espoleados a hacer virtud como de la necesidad.
Sobran los
ejemplos, pero vale la pena oponerlos a la tentadora autocompasión. Cuentan que
el gran orador griego Demóstenes era tartamudo, y se había obligado a la curiosa
disciplina de ponerse, al hablar, piedras en la boca. Newton aprovechó su
misantropía para convertirse en el mayor científico de la historia. La amargura
por descubrir la pobreza y la muerte impulsó a Buda a indagar el alivio del
sufrimiento. Es el cuento del patito feo: ¿quién nos asegura que en nuestras fealdades
no alienta la potencialidad de cierta insólita belleza?
La vulnerabilidad
no es una suerte ni una ventaja, pero ahí está, y, bien manejada, puede
convertirse en una aliada de nuestras fortalezas. En Maratón, los griegos
aprovecharon la debilidad de su frente para envolver a los persas en una mortal
tenaza. En Termópilas y Salamina compensaron la inferioridad numérica atrayendo
al enemigo a cuellos de botella donde la monstruosidad del ejército de Jerjes era
un inconveniente. “Si se consigue obtener ventaja del terreno, hasta las tropas
débiles e inconsistentes podrán vencer”, medita el antiguo militar chino Chang
Yu comentando El arte de la guerra, y T’sao T’sao concluye: “Pondera los
peligros inherentes a las ventajas y las ventajas inherentes a los peligros”.
Parece
prudente, pues, ocultar nuestras vulnerabilidades, y procurar hacer juego allí
donde nos sabemos fuertes. Pero a menudo no es posible: aparece alguien más
sagaz, o sencillamente se nos ve el plumero. Entonces lo más sensato quizá sea
admitirlo sin reticencia: al menos no tendremos que gastar energías en disimular,
y podremos dedicarlas a aguzar el ingenio y concebir lo inesperado. Ulises
compensaba sus muchas debilidades con astucia, que es el arte de aprovechar las
vulnerabilidades del otro de manera que no le sea fácil explotar las nuestras.
La vulnerabilidad nos expone, pero no nos condena.
La habilidad y la constancia son las armas de la debilidad. Maquiavelo.
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