Si la rareza reside
en la excepción, todos somos raros desde algún punto de vista. Todos nos
salimos del guion en algún momento, y somos señalados por el dedo cruel de la
desaprobación social, esa agria valedora del adocenamiento de la tribu. ¿Cómo
te atreves?, parecen decirnos los portavoces de la normalidad (es “normal” lo
que se atiene a la “norma”). ¡Vuelve aquí, aprisa, antes de que sea demasiado
tarde!
Así que ser raro o no
serlo ya no es el dilema. La cuestión, a estas alturas, cuando uno ha
presenciado una muestra significativa del espectáculo humano, consiste más bien
en juzgar el valor de las rarezas y en hacer algo bueno con ellas. Toda la vida
me la he pasado excusándome por mis supuestos defectos, obligándome a actuar
como los demás esperaban y haciendo lo que se supone que es “normal”. Debo
confesar que no me ha salido bien, que al final ha prevalecido la rareza, al
menos en mi vida privada, ese ámbito en el que nos relajamos y a menudo se nos
escapa la autenticidad. Pero nuestra autenticidad no suele interesar a los
demás, en realidad les resulta molesta o engorrosa. Lo entiendo.
En cualquier caso, la
adaptación social cansa, y para no tener que ceñirme a ella me he acostumbrado
a viajar solo. Pero todo tiene dos caras: las mismas aguas puras y cristalinas
que hacen grata la soledad, nos atraviesan el hambre de afecto con su acero
frío. La soledad tiene sus páramos sombríos y sus noches oscuras. A veces los
caminos se ponen estremecedoramente vacíos, y una belleza que no se comparte
siempre sabe a truncada. La felicidad de la más espléndida jornada parece
incompleta cuando no nos espera nadie al final con una sopa caliente. Qué le
voy a hacer: cuando viajo solo me entran las nostalgias de intimidad. Es cuando
noto con más dramatismo mi “rareza”, mi condición de “extravagante”.
A menudo he pensado
en volver al rebaño. He hecho intentos de comunidad, pero en seguida me
abruman. Yo estaría dispuesto a la compañía, siempre que no me hiciera
prisionero. Por mucho que pactes con la gente que se respetará la libertad de
cada cual, sin explicaciones ni susceptibilidades, por mucho que todo parezca
quedar claro y admitido de antemano, luego nunca es así. Supongo que nos puede
el ancestral impulso gregario. En la pareja también sucede: uno desearía hacer
cosas por su cuenta, pero, o no se da la ocasión, o se vive como una ofensa. Es
decir: o se te pegan sin respiro, o acabarán reprochándotelo: “¿Para qué estás
conmigo si no me haces ni caso?” Y en cierto modo tienen razón. Pero es una
pena que no podamos inventar otros equilibrios.
Así que, como decía
Hermann Hesse que le pasaba, vivo en esa tensión entre la compañía y el retiro.
Ya veo que jamás resolveré del todo ese desgarro interno, que siempre me
debatiré en la añoranza de lo que falta. Pero, puestos a elegir, opto por la
soledad, que no es la más fácil, pero sí la más inmediata, la que me reclama
menos esfuerzos.
Tal vez no sea feliz
con mis rarezas asociales, pero desde luego el gregarismo me hace profundamente
desdichado, lo cual me incapacita para hacer felices a los otros. Si el
gregarismo me atrapa, necesito ausentarme en mi mundo, y si por algún
impedimento no puedo hacerlo, a menudo la indignación me impulsa a decir o
hacer cosas inoportunas. Mi nivel de deterioro es directamente proporcional a
la cantidad de gente y el tiempo que he de estar entre ellos. Influye también,
por supuesto, quiénes son los que me rodean, y a qué actividades nos dedicamos.
Si las ocupaciones me permiten ensimismarme, y si entre la gente no hay
graciosos, petulantes, listillos o avasalladores, aguanto mucho mejor. De lo
contrario no tardo en sentirme en el infierno.
Precisamente para no
tener que dedicar el tiempo a martirizarme por ser raro, y poder hacer algo
útil de una vez, me prometí no dedicarle ni un minuto a lamentar mis rarezas. No
lo consigo: ser raro es demasiado raro. De vez en cuando no hay más remedio que
dar explicaciones, y sobre todo uno tiene que dárselas a uno mismo, que es el más
implacable agente de la “normalidad” social. Sí, tenemos que dar cuenta de
nuestro comportamiento, al fin y al cabo vivimos en sociedad, aunque sea en los
arrabales, y tampoco queremos ser rechazados.
Lo peor es cuando uno
pasa revista a lo que ha sufrido y se pregunta cómo habrían ido las cosas si
hubiese sido un poco menos raro. ¿Son más felices los que hacen gala de
“normalidad”? Tal vez un poco más, pero yo creo que es porque sufren
tranquilamente, no les preocupa la rareza de sus sufrimientos. La mayoría de
los “normales” que llevo vistos de cerca son normalmente felices, nada más,
excepto los que son muy, muy normales: los que van holgados económicamente, los
que disfrutan de su neurosis como si no lo fuera; los que tienen casita,
jardín, niños y perro (ahora todo el mundo tiene perro, debe ser otro rasgo de
“normalidad”)…
A veces pienso que lo
que me ha hecho sentirme infeliz con mis rarezas es ante todo mi propio juicio
sobre ellas, mi inseguridad, el no vivirlas de un modo natural. Al fin y al
cabo, la normalidad es una cosa relativa y arbitraria, que se está reinventando
continuamente. La “normalidad”, en definitiva, es una cuestión de mayoría, o
sea, de moda; es la manera que tiene la sociedad de presionarnos para que nos
pleguemos a sus valores y a sus usos. Y en general es eficaz, puesto que somos
animales gregarios.
Es eficaz también con
los que se supuestamente se reafirman en su rareza, y la enarbolan con orgullo
como una seña de identidad (atención: eso tiene el reverso de hacerles sentir
parte de un colectivo). Recuerdo que las crestas y los atuendos de los punkis
nos resultaron sorprendentemente raros en su momento, entre ridículos y
ofensivos. Esa era, en efecto, su intención: proclamar una especie de rebeldía
contra el sistema. Sin embargo, su estilo acabó por convertirse en un negocio,
es decir, en una moda, en una nueva versión de “normalidad”. El consumismo
acaba por absorber toda rareza que pueda implicar un negocio.
Hablando con una
psicóloga, no quiero acordarme cómo salió a cuento el tema de la normalidad.
“Define normal”, replicó con una sonrisa burlona. Supongo que a aquella señora
debió parecerle su respuesta de lo más ingeniosa, pero lo cierto es que ni
siquiera es original: está de moda cuestionar la normalidad. Pero lo que en
realidad me reventó del chascarrillo no fue su punto prepotente ―la especialista
poniendo en su lugar al lego―,
sino lo que hay en él de impostura: esa persona sabía, o debería saber, que la
“normalidad” existe efectivamente, no como criterio objetivo, sino como opinión
mayoritaria unida a una presión social. Ahí reside, de hecho, su poder y su peligro.
Una presión a la que todos, dentro de un cierto margen de tolerancia que varía
en función de cada circunstancia, debemos plegarnos; de lo contrario, lo
pasaremos mal, seremos considerados unos inadaptados, y despertaremos el
consecuente rechazo.
Por eso los “raros”
estamos condenados a pasarlo mal, en algún grado, que era donde queríamos
llegar aquí. Por cierto: el trabajo de los psicólogos, ¿no es precisamente
ayudarnos a progresar en “normalidad” a los que no sabemos hacerlo por nosotros
mismos? Mis psicólogos, por ejemplo, tenían ideas muy definidas sobre qué era
lo adecuado, es decir, lo “normal”, lo que esperaban que yo llegara a ser. A mí
me dio por llevarles la contraria, lo cual me resultó muy mal negocio, pues no
progresé en “normalidad” lo que habría sido de esperar, considerando el dinero
que me costó intentarlo.
Me encanta llevar la
contraria, otra rareza para la lista. Seguro que tiene que ver con la
autoestima ―¿cuánta autoestima es
“normal”?―, con no haber
resuelto mis relaciones con la autoridad, con una compensación de viejas
frustraciones, y hasta con un punto de mala leche fuera de lugar. Claro, cuando
la persona a la que te empeñas en llevar la contraria es tu pareja, mal asunto.
Ya es sabido que los pulsos más encarnizados se juegan dentro de casa; y si hay
algo que no puedo evitar es rebelarme contra las sutiles tiranías domésticas.
Así me ha ido: esta rareza sí que la lamento, no porque me parezca desacertada,
sino porque debería haber tenido, ay, más mano izquierda. Cosa que ya no forma
parte de la rareza, sino de la carencia de habilidades sociales o directamente de
la estupidez.
Tal vez si hubiera contado
con más habilidades sociales habría acabado siendo menos raro; o se habría
notado menos. A saber. ¡Es tan raro ser raro! En cualquier caso, ya voy
teniendo una edad para asumir mis rarezas y dejar de sufrir por ellas. ¿Quién
sabe? Quizá se trate incluso de disfrutarlas, quizá las haya disfrutado más de
lo que pienso. ¿Por qué no hacerlo conscientemente, por qué no colaborar con
ellas, al menos con las que no hacen daño a nadie? Es lo que proclamaba Nietzsche,
para quien las rarezas no eran algo que lamentar, sino una suerte que celebrar;
aunque bien que le provocaron amargos problemas: ¿fue la locura una genial consagración
de la rareza, o más bien sucumbió aplastado por su exceso?
Nos queda, en fin, vivir cada cual a su manera y sin obsesionarse
en demasía por ser comprendido ni aprobado; vivamos y dejemos vivir, que
bastante tendremos con eso. Porque, como decía Óscar Wilde, “Vivir es lo más
raro de este mundo, pues la mayor parte de los hombres no hacemos otra cosa que
existir”. Otro que tuvo que lidiar con sus rarezas.
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