sábado, 21 de diciembre de 2019

Rarezas

Si la rareza reside en la excepción, todos somos raros desde algún punto de vista. Todos nos salimos del guion en algún momento, y somos señalados por el dedo cruel de la desaprobación social, esa agria valedora del adocenamiento de la tribu. ¿Cómo te atreves?, parecen decirnos los portavoces de la normalidad (es “normal” lo que se atiene a la “norma”). ¡Vuelve aquí, aprisa, antes de que sea demasiado tarde!
Así que ser raro o no serlo ya no es el dilema. La cuestión, a estas alturas, cuando uno ha presenciado una muestra significativa del espectáculo humano, consiste más bien en juzgar el valor de las rarezas y en hacer algo bueno con ellas. Toda la vida me la he pasado excusándome por mis supuestos defectos, obligándome a actuar como los demás esperaban y haciendo lo que se supone que es “normal”. Debo confesar que no me ha salido bien, que al final ha prevalecido la rareza, al menos en mi vida privada, ese ámbito en el que nos relajamos y a menudo se nos escapa la autenticidad. Pero nuestra autenticidad no suele interesar a los demás, en realidad les resulta molesta o engorrosa. Lo entiendo.
En cualquier caso, la adaptación social cansa, y para no tener que ceñirme a ella me he acostumbrado a viajar solo. Pero todo tiene dos caras: las mismas aguas puras y cristalinas que hacen grata la soledad, nos atraviesan el hambre de afecto con su acero frío. La soledad tiene sus páramos sombríos y sus noches oscuras. A veces los caminos se ponen estremecedoramente vacíos, y una belleza que no se comparte siempre sabe a truncada. La felicidad de la más espléndida jornada parece incompleta cuando no nos espera nadie al final con una sopa caliente. Qué le voy a hacer: cuando viajo solo me entran las nostalgias de intimidad. Es cuando noto con más dramatismo mi “rareza”, mi condición de “extravagante”.

A menudo he pensado en volver al rebaño. He hecho intentos de comunidad, pero en seguida me abruman. Yo estaría dispuesto a la compañía, siempre que no me hiciera prisionero. Por mucho que pactes con la gente que se respetará la libertad de cada cual, sin explicaciones ni susceptibilidades, por mucho que todo parezca quedar claro y admitido de antemano, luego nunca es así. Supongo que nos puede el ancestral impulso gregario. En la pareja también sucede: uno desearía hacer cosas por su cuenta, pero, o no se da la ocasión, o se vive como una ofensa. Es decir: o se te pegan sin respiro, o acabarán reprochándotelo: “¿Para qué estás conmigo si no me haces ni caso?” Y en cierto modo tienen razón. Pero es una pena que no podamos inventar otros equilibrios.
Así que, como decía Hermann Hesse que le pasaba, vivo en esa tensión entre la compañía y el retiro. Ya veo que jamás resolveré del todo ese desgarro interno, que siempre me debatiré en la añoranza de lo que falta. Pero, puestos a elegir, opto por la soledad, que no es la más fácil, pero sí la más inmediata, la que me reclama menos esfuerzos.

Tal vez no sea feliz con mis rarezas asociales, pero desde luego el gregarismo me hace profundamente desdichado, lo cual me incapacita para hacer felices a los otros. Si el gregarismo me atrapa, necesito ausentarme en mi mundo, y si por algún impedimento no puedo hacerlo, a menudo la indignación me impulsa a decir o hacer cosas inoportunas. Mi nivel de deterioro es directamente proporcional a la cantidad de gente y el tiempo que he de estar entre ellos. Influye también, por supuesto, quiénes son los que me rodean, y a qué actividades nos dedicamos. Si las ocupaciones me permiten ensimismarme, y si entre la gente no hay graciosos, petulantes, listillos o avasalladores, aguanto mucho mejor. De lo contrario no tardo en sentirme en el infierno.
Precisamente para no tener que dedicar el tiempo a martirizarme por ser raro, y poder hacer algo útil de una vez, me prometí no dedicarle ni un minuto a lamentar mis rarezas. No lo consigo: ser raro es demasiado raro. De vez en cuando no hay más remedio que dar explicaciones, y sobre todo uno tiene que dárselas a uno mismo, que es el más implacable agente de la “normalidad” social. Sí, tenemos que dar cuenta de nuestro comportamiento, al fin y al cabo vivimos en sociedad, aunque sea en los arrabales, y tampoco queremos ser rechazados.
Lo peor es cuando uno pasa revista a lo que ha sufrido y se pregunta cómo habrían ido las cosas si hubiese sido un poco menos raro. ¿Son más felices los que hacen gala de “normalidad”? Tal vez un poco más, pero yo creo que es porque sufren tranquilamente, no les preocupa la rareza de sus sufrimientos. La mayoría de los “normales” que llevo vistos de cerca son normalmente felices, nada más, excepto los que son muy, muy normales: los que van holgados económicamente, los que disfrutan de su neurosis como si no lo fuera; los que tienen casita, jardín, niños y perro (ahora todo el mundo tiene perro, debe ser otro rasgo de “normalidad”)…

A veces pienso que lo que me ha hecho sentirme infeliz con mis rarezas es ante todo mi propio juicio sobre ellas, mi inseguridad, el no vivirlas de un modo natural. Al fin y al cabo, la normalidad es una cosa relativa y arbitraria, que se está reinventando continuamente. La “normalidad”, en definitiva, es una cuestión de mayoría, o sea, de moda; es la manera que tiene la sociedad de presionarnos para que nos pleguemos a sus valores y a sus usos. Y en general es eficaz, puesto que somos animales gregarios.
Es eficaz también con los que se supuestamente se reafirman en su rareza, y la enarbolan con orgullo como una seña de identidad (atención: eso tiene el reverso de hacerles sentir parte de un colectivo). Recuerdo que las crestas y los atuendos de los punkis nos resultaron sorprendentemente raros en su momento, entre ridículos y ofensivos. Esa era, en efecto, su intención: proclamar una especie de rebeldía contra el sistema. Sin embargo, su estilo acabó por convertirse en un negocio, es decir, en una moda, en una nueva versión de “normalidad”. El consumismo acaba por absorber toda rareza que pueda implicar un negocio.

Hablando con una psicóloga, no quiero acordarme cómo salió a cuento el tema de la normalidad. “Define normal”, replicó con una sonrisa burlona. Supongo que a aquella señora debió parecerle su respuesta de lo más ingeniosa, pero lo cierto es que ni siquiera es original: está de moda cuestionar la normalidad. Pero lo que en realidad me reventó del chascarrillo no fue su punto prepotente la especialista poniendo en su lugar al lego, sino lo que hay en él de impostura: esa persona sabía, o debería saber, que la “normalidad” existe efectivamente, no como criterio objetivo, sino como opinión mayoritaria unida a una presión social. Ahí reside, de hecho, su poder y su peligro. Una presión a la que todos, dentro de un cierto margen de tolerancia que varía en función de cada circunstancia, debemos plegarnos; de lo contrario, lo pasaremos mal, seremos considerados unos inadaptados, y despertaremos el consecuente rechazo.
Por eso los “raros” estamos condenados a pasarlo mal, en algún grado, que era donde queríamos llegar aquí. Por cierto: el trabajo de los psicólogos, ¿no es precisamente ayudarnos a progresar en “normalidad” a los que no sabemos hacerlo por nosotros mismos? Mis psicólogos, por ejemplo, tenían ideas muy definidas sobre qué era lo adecuado, es decir, lo “normal”, lo que esperaban que yo llegara a ser. A mí me dio por llevarles la contraria, lo cual me resultó muy mal negocio, pues no progresé en “normalidad” lo que habría sido de esperar, considerando el dinero que me costó intentarlo.

Me encanta llevar la contraria, otra rareza para la lista. Seguro que tiene que ver con la autoestima ¿cuánta autoestima es “normal”?, con no haber resuelto mis relaciones con la autoridad, con una compensación de viejas frustraciones, y hasta con un punto de mala leche fuera de lugar. Claro, cuando la persona a la que te empeñas en llevar la contraria es tu pareja, mal asunto. Ya es sabido que los pulsos más encarnizados se juegan dentro de casa; y si hay algo que no puedo evitar es rebelarme contra las sutiles tiranías domésticas. Así me ha ido: esta rareza sí que la lamento, no porque me parezca desacertada, sino porque debería haber tenido, ay, más mano izquierda. Cosa que ya no forma parte de la rareza, sino de la carencia de habilidades sociales o directamente de la estupidez.
Tal vez si hubiera contado con más habilidades sociales habría acabado siendo menos raro; o se habría notado menos. A saber. ¡Es tan raro ser raro! En cualquier caso, ya voy teniendo una edad para asumir mis rarezas y dejar de sufrir por ellas. ¿Quién sabe? Quizá se trate incluso de disfrutarlas, quizá las haya disfrutado más de lo que pienso. ¿Por qué no hacerlo conscientemente, por qué no colaborar con ellas, al menos con las que no hacen daño a nadie? Es lo que proclamaba Nietzsche, para quien las rarezas no eran algo que lamentar, sino una suerte que celebrar; aunque bien que le provocaron amargos problemas: ¿fue la locura una genial consagración de la rareza, o más bien sucumbió aplastado por su exceso?
Nos queda, en fin, vivir cada cual a su manera y sin obsesionarse en demasía por ser comprendido ni aprobado; vivamos y dejemos vivir, que bastante tendremos con eso. Porque, como decía Óscar Wilde, “Vivir es lo más raro de este mundo, pues la mayor parte de los hombres no hacemos otra cosa que existir”. Otro que tuvo que lidiar con sus rarezas.

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