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Fin de los grandes relatos

Se habla de relatos o metarrelatos, desde que F. Lyotard acuñó el término, para aludir a esos supuestos generales implícitos, esos sentidos que la mayoría, dentro de una cultura o una sociedad, atribuye al mundo. Entiendo que, más o menos, equivaldría a “modelos”, “paradigmas” o “ideologías”. Así, el relato platónico-cristiano postula el dualismo, la división entre un mundo empírico y otro mundo espiritual superior y eterno; el relato socialista considera la historia un progreso dialéctico en la lucha de clases, que desembocará en su abolición final. Los grandes relatos aspiran a explicar la totalidad de lo real, partiendo de un axioma comúnmente aceptado, y fijan una meta colectiva que se identifica con la felicidad. El liberalismo y el fascismo serían otros relatos de la modernidad.

Los pensadores posmodernos no solo denuncian el carácter arbitrario y parcial de los grandes relatos, sino que se dedican a diseccionarlo, a mostrar su parcialidad a través de la crítica y la deconstrucción. Es más: muchos de ellos aspiran a demostrar que, en tanto que proyectos colectivos, todos los grandes relatos han fracasado. Las expectativas que han generado, que aún inspiran, resultaron frustradas. Esta pérdida, más que la de los valores clásicos, nos ha dejado huérfanos de utopías que guíen nuestra esperanza.
De hecho, la tarea deconstructiva posmoderna se diría heredera de esa otra demolición de los paradigmas clásicos que llevaron a cabo los apodados “filósofos de la sospecha”: Marx, Nietzsche, Freud y otros abrieron vías de agua que aún no se sabe si nos conducen a la emancipación o al naufragio. Escarmentados de tanta decepción, ya nos cuesta confiar en ninguna promesa, y hoy andamos sonámbulos en medio de un infausto relativismo. Sin relato no hay a dónde ir, y sin meta no hay futuro.

Dios murió, pero el superhombre no alcanzó a nacer: se nos quedó extraviado, deambulando entre escaparates. El inconsciente socavó nuestras certidumbres acerca de nosotros mismos, pero sondearlo solo nos confunde más. La lucha de clases no se resolvió en justicia social: nos dejó orbitando, como escorias de un cataclismo, en torno al capital; este, como dice Byung-Chul Han, nos convirtió en empresarios de nosotros mismos, en los autómatas temerosos del neoliberalismo, zombis de la alienación consumista, carne de cañón de la guerra global. Cuando todo es un producto comercial, incluidos nuestros sueños, la ontología se limita a la capacidad de intercambio, y el único ideal es aumentar el poder adquisitivo.
Este escenario de una voracidad sin objeto ni esperanza no apunta buen pronóstico. El problema de la deconstrucción es que nos reduce a escombros sin proponer qué hacer con ellos, y así nos abandona a merced del poder. El propio intento de refundación de la espiritualidad se reduce a otro modo de consumir lo espiritual. Se multiplican las ofertas de salvación y hay que probar cuantas más mejor. El consumidor espiritual se siente elegido por el redescubrimiento de la verdad, pero no está más orientado que el consumidor de ipads.

Entretanto, se vive como se puede, es cierto. Hay quien se aferra a los viejos relatos, pero cunde el escepticismo. Desacreditado lo colectivo, desmantelado el futuro, para el náufrago del posmodernismo la felicidad se ha convertido en un asunto privado, o sea, insípido. Exiliado de lo universal, cada cual escoge sus propios valores. A veces se disfruta del sexo, de una cena con amigos, de un juego con los hijos. Nos quedan esos pequeños baluartes personales, que nos permiten ir tirando sin redención. De momento, eso es todo.

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