Un buen amigo nos
traicionó; nuestra pareja nos abandona; alguien que nos ayudó resulta que lo
hizo interesadamente. La decepción es un sobresalto que nos aflige, a veces
hasta paralizarnos. Un hecho contradice una expectativa positiva, cuestionando
alguna convicción feliz que, irremediablemente, queda herida, y que por
consiguiente hay que reformular. La decepción reduce así el campo de nuestra
satisfacción; hace el mundo más inseguro e ingrato. Hace más improbable la felicidad,
afectando a uno de sus puntales significativos: la confianza.
Nos quedamos rotos,
desconcertados, desorientados. La vida ha faltado a una promesa; el caos ha abierto
una brecha en el cosmos, por donde rezuma la extrañeza. Habitábamos en un universo que creíamos conocer y que de súbito, dramáticamente, se nos revela desconocido.
Primero nos invade el
asombro: de ahí que nos quedemos paralizados. Como en un duelo, empezamos por resistirnos. Luego, a medida que comprendemos
y asumimos, se van imponiendo la tristeza o la rabia, que son los sentimientos
propios de la pérdida. El predominio de uno u otro depende, sobre todo, del locus de atribución. Probablemente
sentiremos tristeza si nos consideramos los responsables de ese maltrato del
mundo: no merecí su aprecio o su respeto, no supe verlas venir, todos acaban
abandonándome… Es más probable la ira si vemos al otro como responsable: me
engañó, no ha sabido valorarme, fue un canalla…
Si predomina la
tristeza, nos sumimos en un duelo que nos mantiene inmóviles; si emerge la ira,
tal vez nos sintamos impulsados a actuar: agrediendo, rechazando, despreciando…
A menudo la rabia sucede a la tristeza, cuando tenemos tiempo de cambiar
nuestro punto de vista y echarle la culpa al otro. Casi siempre hay algo de
ambas, porque ambos, tanto el otro como nosotros, estamos implicados de algún
modo.
Sin embargo, la decepción debería enseñarnos a
decepcionarnos menos cada vez. ¿De qué nos sirve echarle la culpa al mundo de
ser como es? En cualquier caso, fuimos nosotros los que no nos mantuvimos
realistas, los que no supimos ver con claridad, los que nos dejamos encandilar
por nuestros deseos y nuestros sueños hasta el punto de creer que el mundo está
ahí para satisfacerlos. Arrastrados por el entusiasmo, idealizamos la realidad,
es decir, pretendimos sustituirla por nuestras expectativas. Nos pudo la
ilusión, en los dos sentidos de la palabra, pero sobre todo en el que atañe a
las fantasías: fuimos unos ilusos. Faltamos a las más elementales reglas de la
prudencia, que nos recomiendan no sacar conclusiones precipitadas, mantener siempre
un punto de escepticismo, recordar lo poco que sabemos de las cosas y lo
cambiantes que son.
Habríamos tenido que
ser más cautos, habríamos debido, si no prever (que no siempre es posible
cuando falta información), al menos contemplar la posibilidad de que las cosas
no fuesen como nosotros queríamos, que no lo fuesen completamente, pues nunca
lo son. Deberíamos haber dicho con los escépticos: Epoché; suspensión del juicio; o más bien, para no quedar
paralizados, relativización del juicio, reserva en nuestras conclusiones.
Deberíamos haber recordado que siempre ignoramos más de lo que sabemos, que
todo cambia deprisa y tiene mil caras, que las personas son muchos en uno, y
desde luego son mucho más que cualquier idea que nos podamos hacer de ellas. Sobre
todo si esa idea se ciñe a lo que nos conviene.
Los años nos van
enseñando, si los aprovechamos bien, ese carácter multifacético e imprevisible
del mundo, y esa tendencia nuestra a verlo como nos conviene e incluso forzarlo
a que se adapte a nuestras pretensiones. Los años, si los aprovechamos como es debido,
nos instruyen en que somos muy ignorantes a la hora de juzgar, y muy poco capaces
a la hora de afectar a la vida. Porque, como decía García Márquez, “a la vida
no le enseña nadie”. Los años, si los aprovechamos sagazmente, nos educan en
que nunca hay nada acabado ni seguro, conquistado ni garantizado; todo cambia,
y la frustración siempre es más probable que la satisfacción, aunque solo sea
porque nos afecta más, puesto que es lo que no queremos. Los años nos enseñan
que, en el fondo, no nos decepcionamos más que de nosotros mismos.
Pero saber eso nos da
una nueva capacidad: la de reponernos más fácilmente a las pérdidas. Hay que
acostumbrarse a perder, o al menos a contar con que todo puede perderse. El
budismo nos avisa: no te apegues. Tal vez sea pedir demasiado, y el sabor entero
de la vida pase por el apego; pero al menos podemos hacerlo con lucidez, y asumiendo
que la pérdida nos herirá. Con los años, uno debería quedar menos afectado con
las decepciones, puesto que las ha sufrido repetidamente y cuenta con ellas,
puesto que sabe que, en el fondo, son sus propios caprichos y afanes los que
hacen que le duelan tanto.
Nunca estaremos curados del todo de los estragos de la
decepción: para ello deberíamos dejar de ser humanos, o, lo que viene a ser lo mismo,
haber alcanzado la iluminación. Pero quizá podamos tratarlos de otra manera:
acogerlos como a la visita inoportuna de un viejo emisario incómodo, que más
tarde o más temprano cae por nuestra casa; admitirlos como una ley de la vida,
la ley de la pérdida que acabará con todo, también con nosotros; comprenderlos
con una sonrisa serena, sabedores de que la vida es difícil, que tanto los
demás como nosotros somos débiles y sufrientes; y reponiéndonos aprisa del
asombro, del dolor, de la tristeza o la ira, dejando que se las lleve el mismo
viento que nos trae y que se lleva todas las cosas.
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