El vocabulario psicológico
nace impregnado de espiritualidad, y tiene sentido: el cuerpo se percibe, pesa,
duele; en cambio, la mente parece no ser de este mundo. Las sutilezas del comportamiento parecen
hundir sus raíces en los oscuros pozos del misterio. En ellos se inspiran las
religiones, que funcionan como artefactos masivos de ingeniería psicológica.
Este aroma
espiritual de la mente se manifiesta empezando por el propio término
“psicología”, que toma del griego la partícula psyche, alma: la
psicología, como es sabido, vendría a ser en origen una especie de tratado
del alma, o sea de la mente, ya que en la Antigüedad ambos términos se
solapaban.
Actualmente, la palabra inglesa mind también significa a la
vez mente y espíritu, en una ambivalencia que tal vez le reste rigor, pero le
enriquece la semántica. Sin embargo, la ambigüedad del término griego es aún
más sugerente: psyche procede de psuche, aliento; el aliento es
el soporte y el signo de la vida, del impulso vital que levanta nuestra materia
y la convierte en presencia y en conciencia. Vivir es alentar, y en los textos
religiosos los dioses infunden vida en el barro a través de un soplo. El moribundo,
en fin, está a punto de perder el aliento.
El aliento divino es, pues, espíritu, alma, ánima y ánimo. La sutileza para distinguir estos términos corresponde a los lingüistas: a nosotros nos basta con apreciar cómo la conciencia ha estado desde el origen embebida de misterio y misticismo (mystikós: arcano, recóndito, secreto). La existencia es el mayor de los misterios; el pensamiento y la emoción, ecos de la presencia, no lo son menos. Un ser es su alma: su aliento, su capacidad para la sensación y la conciencia, su complejo mundo interior de imágenes, percepciones, evocaciones e ideas que integra el concepto de Yo y a la vez le aporta el material para su construcción.
En español, por
materialistas que seamos, no tenemos más remedio que echar mano de ese término,
si no queremos perder el vasto universo de connotaciones con que nos lo legan
los siglos, por más que incomode su afiliación religiosa. La palabra alma está
demasiado consolidada en el idioma para prescindir de ella en la reflexión
psicológica. Con un inevitable sustrato religioso, nuestros ancestros han
expresado mediante la palabra alma un sinfín de sensaciones y situaciones,
todas alrededor de ese núcleo profundo que es la identidad individual, en una
ambigua danza entre lo platónico-cristiano (el alma trascendente, pura y
eterna, separada del inestable cuerpo) y lo aristotélico-empírico (el alma como
fuerza y esencia del propio cuerpo, conatus spinoziano o élan
vital bergsoniano).
Así nos encontramos
incontables expresiones y frases hechas: el solitario errante camina “como alma
en pena”, el cruel nos “parte el alma” o hace que “el alma se nos caiga a los pies”.
El concepto nos remite sobre todo a sentimientos intensos: lo que nos conmueve
nos “llega al alma”, lamentamos algunas cosas “en el alma”, lo espontáneo nos
“sale del alma”, y la persona abúlica “no tiene alma”.
Hay que ser cautos con un término que se adhiere tan insidiosamente al aludir a nuestro meollo individual, encajándonos en el dualismo platónico, la distinción entre una esencia firme y un inestable, efímero envoltorio. Es así como sigue calando la idea de trascendencia, como si hubiese en nosotros algo permanente y eterno que se opusiera a la fugacidad, a lo engañoso de todo lo demás. Nuestro pobre cuerpo mortal siempre sale malparado de este contraste, cuando lo cierto es que es lo único seguro y consistente que somos. No hay más alma que el propio cuerpo, lo demás es ilusión y lenguaje.
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