A veces, en fin,
fracasamos. Atronadoramente. Inapelablemente. A veces echamos a correr y las
piernas se van solas al precipicio. Esto, que le parece tan obvio y en cierto
modo tan trivial a la razón, es siempre un estupor para nuestra ingenua
expectativa, y un sobresalto para nuestra ilusión.
El fracaso duele,
sobre todo si afecta a un proyecto en el que pusimos el aliento, sobre todo si
hubo otros que esperaron y, tras ver cómo nos despeñábamos, se retiraron en
silencio de la sala. O mucho peor: se quedaron compadeciéndonos, intentando
espolearnos con palabras de ánimo que atormentan a nuestro espíritu,
reiterándole una verdad que preferiría no escuchar. Porque no es compasión lo
que necesitamos ahí, ni excusas que suavicen lo inaceptable, ni siquiera
argumentos a favor de un yo quebrado que la benevolencia viste de patético: de
entrada, nuestro orgullo prefiere replegarse en la distancia para lamerse las
heridas.
A veces apostamos
mucho y lo perdemos todo. Es inútil compadecerse por ello, pero a las emociones
les importa un bledo su aparente inutilidad: para ellas solo cuenta el
principio hedónico de la satisfacción o el disgusto. El fracaso es siempre un
disgusto, a veces incómodo pero soportable como una piedra en el zapato, otras
amargo como el epílogo de una tragedia; depende de lo que hayamos arriesgado.
Los estoicos nos
invitan a despreciar cualquier fracaso, por grave que pueda parecernos, por
devastados nos creamos. Contente y abstente: no hay que esperar nada, no hay
que dar nada por sentado, no hay que depender de lo que no podemos controlar,
que es casi todo: así se nota menos el vacío de lo que no se alcanza, y se
tolera mejor lo que se pierde.
Los budistas, por su
parte, proponen que no nos identifiquemos con ninguna expectativa, en un mundo
incierto que cambia a cada instante. Las aspiraciones del ego son siempre
vanas, luego sus alegrías y sus desvelos también lo son. Hay que practicar el
desapego, la independencia estricta de las cosas, eso que Miguel Delibes, con
tan bello acierto, denominó desasimiento. Poseer es inestable, la pérdida es
solo una cuestión de tiempo.
Spinoza se encogería
de hombros y nos diría que a veces en nuestro vuelo nos tropezamos con
telarañas; una fuerza vital ha colisionado con una fuerza contraria más
poderosa: a veces se tiene mala suerte. Quizá por eso el riguroso pulidor de
lentes no se inmutaba contemplando a las moscas debatirse en las telarañas, o incluso
le resultaba divertido: ley de vida, ley de muerte. Al final, la cuestión no es
si sucumbiremos o no, sino cómo lo haremos.
Algo parecido
decretaría Schopenhauer, que proponía la lucidez de la renuncia; y, en el otro
extremo, Nietzsche, para quien solo cuenta el que gana y el que aguanta. El
cristianismo, menos heroico, nos invitaría a la humildad, que de entrada
considera una virtud, pero lo haría después de condenarnos por pecadores. Sartre,
en cambio, se pondría severo y nos reclamaría entereza para asumir las consecuencias
de nuestras decisiones, puesto que unas y otras son igualmente nuestras. La New Age, siempre tan sonriente, tan
positivamente empalagosa, nos prometería un acierto oculto tras el tropezón, o
nos invitaría a perseverar incluso mientras caemos por un precipicio.
Podríamos hablar de
muchos más, pero nos basta con rescatar la esencia de lo sugerido: en general,
se trata de aguantar y de no perturbarse demasiado. Algunos filósofos quieren
que aguantemos en medio del barro, otros insinúan que no queda sino resignarse,
la mayoría procura apuntalar nuestra entereza. Todos tienen razón a su manera,
y tal vez podamos verla; pero no de entrada, no el día de la debacle que nos
deja ciegos, ni siquiera al día siguiente: primero es el dolor, que nada tiene
que ver con argumentos; primero es anegarse en esa conmoción que nos inunda y
nos incapacita para el análisis. Como sucede con toda pérdida, hay que empezar
por admitirla y después atravesar el duelo. Si no nos permitimos el primer
sufrimiento, luego vendrán otros que irán a peor.
Y una vez completado
el duelo viene la calma de quedar tirado en el asfalto y, al menos, no tener
que moverse aún. Contemplar el desbarajuste de nuestro hundimiento y dejarlo
seguir estremeciéndonos, hasta que la rabia languidezca por sí misma.
Desparramarse uno para que se desparrame el dolor. Perderse uno para que la
pérdida parezca cada vez más insignificante.
En algún momento,
probablemente y si aún seguimos vivos, levantaremos cabeza. Pocas veces la vida
se nos lleva enteros. Se puede seguir, incluso herido, y además la mayoría de
nuestros fracasos suelen parecernos más decisivos de lo que son realmente. De
ahí que dejar tiempo siempre sea útil, no solo para completar el duelo, sino
también para recuperar la justa medida de las cosas. Incluso cuando la medida
fue realmente grande, pocas veces tuvo la atrocidad que le imputábamos. Al final
de lo bueno y lo malo, cada cual tiene que reconciliarse con su profunda, implacable,
tal vez hermosa insignificancia.
Los fracasos no solo nos enseñan (preferiríamos, si pudiésemos
elegir, ganar a aprender): también ellos se van, arrastrados por la riada del
tiempo que lo erosiona todo. Lo que nos parecía inadmisible se torna borroso y
suavemente patético en la distancia. Los fracasos, hasta los peores, nos
convidan a dejar ir y esperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario