Pensar tiene su don y su
frontera. A menudo, la mente juguetea, vagando por los ingrávidos paisajes de
la memoria y la imaginación, saltando de rama en rama sin objetivo: si no se
pierde en sus propios laberintos, tal vez germine en la creatividad. En otras
ocasiones, organiza y modela las ideas y arma estructuras de significados
nuevos: admiración para quienes nos enseñan a hacer que el pensamiento sea más
certero, más ingenioso, más coherente; exploradores que se adentran en los
repliegues de la razón para cartografiar sus sutilezas.
Tenemos una gran deuda con los adalides de la
lógica. Pero la filosofía que nos urge, la que indagaban Epicuro, Séneca,
Montaigne y otros que solo amaban el pensamiento cuando podría hacernos mejores,
es la que nos oriente, como decía este último, acerca del buen vivir y el buen
morir. “Pensar mejor para vivir mejor”, es la divisa de Comte-Sponville: que el
pensamiento nos sirva como guía y como instrumento en nuestras singladuras
cotidianas, que nos acompañe y nos reconforte; que nos transforme, con esfuerzo
y suerte. Y para eso la razón es necesaria, pero no suficiente. Hace falta
belleza, impacto y sacudida, es decir, arte. Hace falta una filosofía que emane
también ―¿sobre todo?― de la emoción y se dirija a ella, que nos conmueva y nos
remueva, como hacen las obras maestras de un pintor, un músico o un poeta.
El verdadero arte está lleno de esa filosofía que buscamos. Al acceder directo al sentimiento, lo fecunda de reflexión. Si uno percibe con atención una obra de arte, si se da tiempo para dialogar con ella, nunca volverá de vacío. Tal vez no sepa cuál ha sido el efecto concreto, pero esa ignorancia no impedirá que algo haya cambiado. El arte está tan cerca de la verdad candente que entiendo que algunos tengan bastante con él. Yo no. Yo, como el amor vacilante, necesito pensar, y creer que lo que pienso también es verdad. Necesito hablarme, preguntarme, vislumbrar convicciones aunque siempre sean provisionales; necesito intentar convencerme, aunque nunca lo logre del todo. Por eso me debato con la filosofía, igual que Jacob con el ángel, esperando que me bendiga de algún modo. Una filosofía que quiero que me persuada, que me derrote; que me estremezca.
¿Filosofía terapéutica, tal vez, ahora que
está de moda lo saludable? Tal vez. Así se les ha tildado, por ejemplo, a las
doctrinas de Epicuro o de los estoicos. Queremos que nuestra vida sea fértil y
luminosa, que haya en ella sentido y refugio. La filosofía ayuda, y en este
tiempo en que no faltan especialistas, hay también filósofos que se ofrecen
como consejeros. “Pensar mejor para vivir mejor”: ayudan a identificar nuestras
inquietudes, marcan sus puntos sensibles, sugieren perspectivas que permitan
afrontarlas con una nueva luz. Puede que muchos de nuestros problemas se
enquisten porque los eludimos, o porque no los encaramos de la manera adecuada.
A menudo, la mejor cura para el sufrimiento es la verdad, el dolor de la verdad
que nos vacuna contra dolores más grandes.
Pero la emoción está antes y después de la verdad. Séneca y Nietzsche animan al coraje para renunciar a los velos tras los que nos resguardamos; y también para ser consecuentes con lo que sabemos y llevarlo a la práctica. Spinoza reclama alegría, ese entusiasmo fundamental que nos motiva y nos hace sacar fuerzas y no desmoronarnos. Epicuro quiere vernos disfrutar y amar. Elegir los pensamientos adecuados inspira, pero solo el sentir nos mueve, y únicamente los hechos transforman. Hace falta una filosofía emocionada y emocionante, y detrás de ella una robusta voluntad.
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