La moral cristiana,
con su habitual simpleza esquemática, condena la defensa apasionada del ego, sin
compasión ni matices. La tribu lo contempla siempre con recelo: ambas prefieren
la sumisión. Sin embargo, desde que la vida se fragmentó en individuos tuvo que
dotarlos de la defensa de sí mismos ante los demás, con quienes hay que luchar,
competir y pactar. Un impulso tan elemental, tan crítico, no debería juzgarse a
la ligera.
¿Se puede, entonces,
ser sanamente egoísta? No solo eso: se diría que la única manera de mantenerse
realmente sano es ser egoísta. Practicar un egoísmo lúcido, ético, riguroso, leal,
reflexivo, …inteligente. Un egoísmo que cuide de uno mismo y que, precisamente
porque lo hace con eficiencia, deje lugar para el amor (puesto que se ama), que
responda a unos valores y se mantenga coherente y respetuoso con el otro
(puesto que así es consigo mismo). Un egoísmo, si se me permite, alegre y
amoroso.
Ya nos lo señalaron cuatro
de los filósofos más sinceros y más consecuentes que ha habido: Epicuro,
Montaigne, Spinoza y Nietzsche. A su manera también vino a decirlo Schopenhauer,
solo que vencido a veces por el pesimismo y la tristeza. Como Sartre, que lo
llevó muy bien a la práctica pero no acabó de estipularlo en la teoría. Y quizá
Camus. En cambio, Aristóteles y Séneca lo intuyeron pero no acabaron de
entenderlo. De Platón y los cristianos mejor no hablar, porque andan perdidos
en una trascendencia perfecta y los individuos se les quedan pequeños. Pascal y
Kierkegaard empezaron bien, pero prefirieron dar el "salto" y
traicionarse. A Freud el egoísmo le debía parecer una debilidad, o bien lo daba
por sobreentendido en tanto que fuerza vital y no le interesaron sus
implicaciones éticas.
Estoy convencido de
que si hubiese sido consciente y consecuentemente egoísta todo me habría ido
mejor. Para empezar, habría podido asumir sin culpabilidad ―¡ay, la culpabilidad,
qué trampa más engañosa nos legaron el judaísmo y el cristianismo!― lo que era y lo que
quería, y habría podido expresarlo y hacerlo valer… también sin culpabilidad.
Pero es que, por añadido, eso habría beneficiado a los demás, habría evitado
muchas confusiones dolorosas: ellos habrían sabido a qué atenerse, no habrían
perdido el tiempo, no habrían tenido que someterse en mi proximidad a un
laberinto tortuoso de incertidumbre para acabar en el mismo sitio.
Si hubiera sido
consecuentemente egoísta, habría hablado claro; habría expuesto mis
diferencias, dando al otro una oportunidad para negociar; habría planteado mis
precios, dando al otro la posibilidad de aceptar o no; me habría marchado
directamente, abiertamente, y no habría sido necesario que acabáramos por
odiarnos o por resultarnos insoportables para separarnos.
Pero, claro, para ser
sanamente egoísta hay que tener una sólida autoestima; hay que haber sido
enseñado a quererse y a hacerse valer, en lugar de a conseguir las cosas
indirectamente, como por compasión o por casualidad. Solo conseguimos aquello
de lo que nos sentimos merecedores; solo conservamos aquello de lo que nos
consideramos dignos.
¡Y qué engañosa es la
compasión, cuando sirve para camuflar la reticencia, o para eludir la culpa! Hay
que sobreponerse a la pena que pueda provocarnos hacer daño, si ese daño es
inevitable y legítimo, o si es menor que el otro, el de los cuentos de nunca
acabar, el de no quiero hacerte daño pero te lo hago porque estoy mal. “Pide lo
que quieras, pero no lo exijas”, aconseja un libro de autoayuda
sorprendentemente lúcido. Pero para pedir lo que uno quiere, decíamos, uno
tiene que sentirse digno de recibirlo, y mantenerse abierto a que se lo den; y,
a la inversa, uno tiene que aceptar, sin desmoronarse, que se lo nieguen; uno
tiene que tener asumido que el rechazo del otro es solo una pérdida entre
tantas, tan triste y tan ineludible como tantas, y estar dispuesto a asumir ese
duelo como la infinidad de duelos que escribirán su biografía: vivir es perder.
Admito que esto último
resulta especialmente difícil, sobre todo, insisto, cuando no se cuenta con un
amor propio un poco consistente. Nuestra autoestima, en origen y en el fondo,
es el reflejo del aprecio de los demás. El amor básico, elemental, que uno se
dedica a sí mismo, solo es posible si se ha sentido amado cuando aún no sabía
amarse. El que tuvo esa suerte seguirá necesitando que le quieran, pero podrá
soportar que alguien concreto no le quiera. Es más, contará con ello, puesto
que es lo justo, ya que él tampoco quiere a todos. Se trata de superar eso que
los psicoanalistas llaman, con cruel acierto, omnipotencia, y que podría
denominarse anhelo de confirmar sin cesar que somos amados, cuando partimos de
la convicción de que no merecemos serlo. Si no puedo soportar que esa persona
no me quiera, aun comprobándolo palpablemente, aun reconociendo que no vale la
pena, aun dándose el caso de que yo tampoco la quiero, si en cada relación
creemos jugárnoslo todo (y en cierto modo así es, cuando estamos seguros de que
se nos rechazará y se nos abandonará), ¿cómo no voy a luchar para no perderla,
para que la relación siga y siga y no me deje solo, por dañina y destructiva
que resulte?
Quien ha sido amado
se puede permitir ser egoísta; es más: suele serlo. Sanamente egoísta. Pide lo
que quiere, pero no lo exige. Acepta la posibilidad de ser rechazado, porque él
también pondrá por delante la franqueza, llegado el caso. No reclama más que lo
que ofrece: respeto por respeto, dignidad por dignidad, amor por amor. Quien ha
sido amado puede soportar que no le amen, porque sabe que hubo quien le amó, y
que por tanto encontrará a otros que lo harán. Puede soportar que el otro no le
quiera siempre, puesto que él tampoco quiere siempre. Deja que el otro le trate
como a un igual, porque así es como él lo trata.
El sueño
del amor incondicional, de la entrega absoluta y sin reclamos, ha seguido y
sigue moviendo los hilos en la sombra. Es un sueño que, según dicen los psicoanalistas ―y aquí comparto su
opinión―, todos tenemos en la
primera infancia; es más: todos necesitamos sentirlo, de entrada, como
verdadero. Hasta que poco a poco se va imponiendo el principio de realidad.
¿Podemos concluir, entonces, que quien se queda anclado en ese sueño es porque
no llegó a experimentarlo en sus orígenes? ¿Será por eso por lo que anda
errabundo, condenado a seguir buscando lo que no tuvo? Eso no lo tengo tan
claro, aunque me parece plausible.
Nuestra cultura
también es responsable de ese sueño. El ideal del amor romántico, del “amor
verdadero”, impregna los mitos y los cuentos. Dicen que fue concebido, al menos
como ideal, a partir del siglo XII, cuando se extendió la moda del amor cortés
y del amante absoluto. Si bien se mira, es un ideal consecuente con el
platonismo y el cristianismo: tras el mito de Romeo y Julieta hay veinte siglos
de trascendentalismo. La idea vendría a ser algo así: solo es verdadero el amor
perfecto, es decir, incondicional; el amor que solo da y no pide; el amor que
se conforma consigo mismo. No hay que buscar mucho para encontrar discursos de
este tipo, tanto en los escritos de Platón como en el dogma cristiano. El amor
de Dios vendría a ser así; luego todo otro amor resulta incompleto, imperfecto,
incluso deleznable.
Por fortuna, la
mayoría de los niños, al crecer, son capaces de desprenderse de ese amor
idealizado e iluso, y comprender que todo lo humano es interesado porque de lo
contrario no suscita interés, que todo lo humano es un intercambio porque
además eso es lo justo y lo reconfortante, lo que preserva nuestro valor y el
de los demás: do ut des. Tal vez sea
cierto que solo pueden admitir el principio de reciprocidad quienes han sentido
un amor incondicional que les ha permitido amarse incondicionalmente. Porque
para tolerar que los demás no nos amen, o nos pongan condiciones para amarnos
(lo cual, para un niño, sería similar), hace falta sentir, como decíamos, que el
mundo no se hunde, que yo continúo intacto y en pie, que sigo siendo digno, que
lo único que ha pasado es que una persona concreta no me ha elegido, pero eso
no cierra la puerta a que otra lo haga.
Un egoísmo sano es la
única puerta al verdadero amor y al verdadero altruismo. No es que el altruismo
sea la excepción en un mundo egoísta, es que el altruismo viene de la mano del
egoísmo. Y viceversa: el altruismo bien entendido empieza por uno mismo. ¿Cómo
podríamos dar si no estamos abiertos a la experiencia de recibir? Es más, ¿cómo
podríamos dar si la experiencia de dar no incluyera recibir de algún modo, es
decir, si no resultara placentera o al menos satisfactoria para el que da? No
puede darse un acto sin motivación, y la motivación es siempre egoísta.
Rechazamos
erróneamente el egoísmo porque lo confundimos con el egocentrismo, esto es, con
una actitud centrada obcecadamente en uno mismo que no tiene en cuenta al otro
(más que como instrumento, como dicen que les pasa a los psicópatas). Ese no es
el egoísmo sano. Como todas las cosas, el egoísmo tiene que ceñirse a su
equilibrio, sus condiciones y sus límites. Por eso decía que el egoísmo sano
cuenta con una ética, con unos principios y una lealtad, que incluye la ley
básica de que, igual que dar viene aparejado indisolublemente a recibir,
también recibir debe estar asociado a dar para resultar positivo y no
alienante. El egoísmo puro (si se le puede llamar así), el egoísmo que no ve
más allá de los propios intereses o las propias apetencias, es un egoísmo
inmaduro, consecuencia probable de un mal aprendizaje, de un aprendizaje que no
experimentó el amor desinteresado, el mismo amor que, de ser genuino, debió
educarnos en la ley del dar y recibir.
Epicuro proclamaba la
amistad como el mayor don para llevar una vida placentera y plena; una amistad
basada en el afecto, pero también en la colaboración dentro de la comunidad (su
famoso Jardín), tanto en tareas
prácticas como en la tarea filosófica. Los amigos son para disfrutar y para
cooperar, y una cosa se entrelaza indisolublemente con la otra: ¿cómo disfrutar
al lado de alguien que no coopera? De hecho, ¿qué significa amar si la
cooperación no lo acompaña espontáneamente? Epicuro admitía que lo que lleva a
las personas a aproximarse entre ellas es, por tanto, la coincidencia de
intereses, y animaba a dejarse llevar por esos intereses sin ningún escrúpulo,
puesto que de la confluencia de ellos fructificaría la comunidad y el mutuo
afecto donde cada cual podría encontrar su lugar y su felicidad.
En cierto modo,
Epicuro apuntaba a lo que podría ser un cierto colectivismo, aunque tampoco
estaba en contra de que cada uno mantuviera para sí, al margen de la comunidad,
sus propiedades y sus fuentes de riqueza. Junto a los compañeros que se
integraban en la comunidad, a la que solían aportar todos sus bienes, estaban
los que la beneficiaban desde fuera con donaciones y apoyos. El ideal seguía
siendo, en cualquier caso, alcanzar la autarkéia
(la independencia, tanto personal como económica) y la ataraxia (la paz serena que admite las cosas como son y modera los
deseos para que no nos esclavicen). Por tanto, si bien el camino se recorría en
comunidad, en definitiva cada cual tenía que esforzarse en ir ganando la
madurez suficiente para alcanzar ambas situaciones internas. La comunidad era,
pues, una confluencia de egoísmos inteligentes, que se apoyaban unos en otros
para avanzar.
Montaigne, a pesar de
su filiación cristiana, estaba lo suficientemente influido por el epicureísmo,
el escepticismo y el estoicismo para considerar la tendencia egoísta del ser
humano como una manifestación natural de su camino interior. Cuando se retiró a
su torre de Aquitania, Montaigne practicaba un sano egoísmo ―¡que se lo dijeran a
su mujer!― que, sin
desentenderse de las necesidades del mundo, admitía las limitaciones de lo que
cada cual, individualmente, puede hacer para cambiarlo, y más bien entendía,
como Epicuro, que la obligada colaboración en las cuestiones colectivas de la
sociedad no debe impedir que cada uno se labre su propio camino interior
mediante la reflexión y el sentido común. Montaigne, en definitiva, era
considerablemente individualista, si bien incluía, también como Epicuro, un intenso
aprecio por los dones de la amistad, el amor y la vida social. Su canto a la
hermandad con el malogrado Étienne de la Boétie nos conmueve a través de los
siglos.
Spinoza fue quizá el
primer filósofo que defendió abiertamente y sin prejuicio el egoísmo. Cifró la realización
del hombre en el desarrollo personal de sus potenciales y la anulación, hasta
donde le fuese posible, de todo aquello que le debilita o le distrae. “El propósito
de todo ser vivo es medrar”, y eso le impulsa a colaborar, pero también a
luchar cuando es necesario. Y lo que nos hace felices es todo aquello que nos
hace sentir esa potencia, esa fuerza vital que nos impulsa (el conatus), y el hecho de llevarla a cabo.
“Cuando el ser vivo experimenta su potencia se alegra”. El mundo es
inevitablemente autorreferente, y así, el amor es “una alegría unida a la
conciencia de su causa externa”.
Nietzsche consideró
el egoísmo, esto es, la fuerza que nos impulsa desde dentro en función de
nuestros intereses, como la base de toda vida sana y fructífera. De ahí que
elogiara el ideal de la “bestia rubia”, el antiguo guerrero que luchaba sin
miramientos por sí mismo y por lo suyo, ideal que se correspondía con su ideal
de “superhombre” u hombre realizado: franco, espontáneo, visceral, arrollador,
desacomplejado... Se trataría de desarrollar al máximo las propias fuerzas, y
liberarse de todos los que procuran manipularlas y aprovecharse de ellas en su
propio beneficio, en especial los “débiles”. En cambio, la compasión cristiana
era para él una hipócrita y perversa manera que tienen los débiles de debilitar
e incluso someter al fuerte. Esta obsesiva afirmación del fuerte frente al
débil hay que leerla críticamente, por supuesto, y matizarla dentro del
contexto del filósofo, que pretendía usarla como mazazo a la mezquindad
hipócrita de la cultura burguesa occidental, de la que él quería liberarnos.
En cualquier caso, no
hace falta insistir en que el programa nietzscheano es básicamente individualista.
Sin embargo, ello no excluye en absoluto el reencuentro con los otros: un
reencuentro entre iguales, basado en el amor que nos une espontáneamente cuando
nos sentimos plenos y libres. En sus solitarias caminatas hasta las cimas de
los picos alpinos, Nietzsche siempre lamentaba que la corrupción del mundo no
le permitiera contar con una comunidad de amigos, y echaba de menos ese grupo
de “hermanos” con los que disfrutar de la vitalidad natural. Seguramente habría
sido feliz en el Jardín de Epicuro.
En definitiva, hay
que limpiar la reputación del egoísmo frente a quienes lo han culpabilizado
cicateramente, sobre todo contra un cristianismo que lo ha condenado como
pecado mientras promovía la sumisión y la moral del esclavo, en lugar de
enfatizar el mandamiento de “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Pero nuestro elogio deberá prevenirse contra el
llamado egoísmo ético, el que
defienden, por ejemplo, Mandeville en su Fábula
de las abejas o Adam Smith en su Riqueza
de las naciones: según ellos, el egoísmo particular es la conducta más
racional, puesto que es la que promueve el bien colectivo. Este argumento forma
parte de las bases de la defensa moral del capitalismo, y lleva a Ayn Rand a
considerarlo éticamente superior. Hoy hemos comprobado dramáticamente lo mendaz
de estas afirmaciones, y Marx ya hace mucho que nos explicó por qué: en una
sociedad de clases hay lucha de clases, todo lo demás es metafísica.
El egoísmo no es ético cuando justifica la opresión
social, ni tampoco cuando lleva al individuo a abusar de otros individuos. El
verdadero egoísmo debería hacernos más empáticos, más capaces de comprender y
ayudar a los otros, puesto que son como nosotros. Si el egoísmo que se ama
necesariamente ama, tenemos que educar a nuestro egoísmo en el altruismo. La
propia evolución premia la simbiosis de ambos: en un mundo de altruistas, el
egoísta triunfaría rápidamente, pero si todos acabasen siendo radicalmente egoístas
todos perderían. Somos seres gregarios y nuestra fuerza reside tanto en nuestra
entereza como en el abrazo de la tribu: un abrazo egoísta que se trasciende a sí
mismo en la colectividad.
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