Hay muchas formas de
vivir, pero casi todas se tuercen sobre sí mismas como las espirales. Somos
animales sedentarios: lo familiar nos infunde seguridad y nos libra de pensar
demasiado. Nuestras vidas suelen transcurrir al compás de rituales que hilvanan
el tiempo y demarcan el propio espacio: la casa, el trabajo, la familia, los
amigos, los deberes gozosos o sufridos con resignación…; las horas de sueño que
marcan un hiato entre una jornada y la siguiente, que se le parece tanto.
El Viaje a la Alcarria es así como el cuaderno de bitácora de un hombre que se aburría en la ciudad, cogió el morral y salió al campo, a que no le pasase nada.
Camilo José Cela.
Uno puede ser feliz
en ese reino pequeño, donde las ínfimas diferencias son suficientes para
hacerlo ilimitado. Es más: se puede ser muy feliz recostándose en lo familiar,
y tal vez, para la mayoría, no haya otra manera de serlo. Cuando los quehaceres
nos alejan demasiado de casa, estamos deseando regresar a ella para descansar.
Adoramos la estabilidad, y por eso solemos buscar pareja, que es el
sedentarismo de los afectos; el ideal de felicidad de los cuentos se expresa en
su sentencia final: “fueron felices y comieron perdices”.
Así que nuestro
horizonte se llena de relieves familiares y de nombres, y es el que
contemplamos cada día desde nuestro balcón. De vez en cuando, sin embargo, una
llama inesperada brilla a lo lejos, y nos deslumbra por unos instantes; o hay
voces remotas que interrumpen el silencio de la noche y parece que pronuncian
nuestro nombre. De vez en cuando acontece lo inesperado ―para bien o para mal―, y si no, lo
buscamos, o sea, lo sacamos de dentro. Algo nos sacude la modorra y nos
despierta la añoranza del camino, el hambre de lo imprevisto, de regresar por
un tiempo a los senderos y volver a convertirnos en exploradores, como cuando
éramos niños y cada día era una excursión por lo desconocido. Tal vez no
sigamos esa llamada y prefiramos volver al abrigo de lo cotidiano. Pero también
puede suceder que elijamos caminar. Y, como escribía Tolkien, cuando uno pone
un pie fuera de casa, no sabe adónde irá a parar.
En ese misterio
reside la aventura de los verdaderos viajeros, los que se echan al camino y
dejan que sea este el que les conduzca; los que se entregan al mundo a la buena
de Dios, abiertos a lo que suceda. Un viaje programado es solo un calco: por
distintos que sean los lugares visitados, apenas ofrecerán nuevas versiones de
nosotros mismos. En cambio, los vagabundos, los caminantes y los peregrinos han
consentido en pagar el precio de perder un poco de sí, abandonándose al
creativo azar. Salir al camino es pasar una página y tener el valor de que la
siguiente se escriba sin consultarnos.
En esa incertidumbre,
en ese abandono, sopla una ráfaga de aire fresco que trae el aroma de la
libertad. Al renovar el diálogo con el mundo, nos damos la oportunidad de
renovarnos nosotros mismos. No es extraño que el peregrinaje se haya
frecuentado con tanta asiduidad, y que actualmente seamos muchos los que, en
algún momento de la vida, lo hayamos practicado. Y tampoco resulta sorprendente
que la experiencia de salir al camino haya sido aureolada de misticismo: hay
algo sagrado en esos pasos que liberan, que enseñan, que evaden, que curan.
Hermann Hesse decía
que una de sus grandes contradicciones era la tensión entre el anhelo del hogar
y el ansia del vagabundeo. “Pasar por delante de esta hermosa casa inspira un
ansia y una nostalgia, ansia de quietud, tranquilidad y burguesía, y nostalgia
de buenas camas, un banco en el jardín y olores de una buena cocina”, escribe
en El caminante, soñando con todos
los dulces detalles del gozo de la vida sedentaria. Sin embargo, si se diera el caso de habitar
ese hogar, admite que, a través de la ventana, “miraría con profunda
comprensión a todos los caminantes…, y también con añoranza, pues ellos habrían
elegido la mejor parte al ser reales y verdaderos huéspedes y peregrinos sobre
la tierra”.
Hesse, como Nietzsche
y tal vez siguiendo sus pasos, fue un alma inquieta, románticamente
atormentada. Todas sus novelas glosan la búsqueda de alguna certidumbre que
calme la angustia de quien se siente perdido. Pero, a la vez, expresan con
belleza ese placer que da el mero hecho de explorar, de extraviarse por el
mundo. “Buscas demasiado y a fuerza de buscar ya no encuentras”, escribe en Siddharta. “Pues al perseguir tu
objetivo no ves muchas cosas que tienes a la vista”. Dichoso quien sale al
camino sin una meta demasiado clara, solo por contemplar.
Y eso es justamente
lo que retrata Camilo José Cela en ese entrañable libro que es su Viaje a la Alcarria. Salir al camino sin
más pretensión que el camino mismo, a ver lo que nos depara. Su viaje es tan
simple y sabroso como una hogaza de pan casero (que uno come, eso sí, sentado
en alguna cuneta). Vagabundeando de un lado a otro, Cela contempla paisajes, se
cruza con personas sencillas a las que eleva a la altura de los héroes ―o de los esperpentos― por obra y gracia de
la literatura, siempre bajo una mirada cálida y una sonrisa tierna. Los seres
humanos de a pie damos para mucho humor, pero un humor que, si el que contempla
no es un miserable, tiene que ser benévolo y compasivo.
Solo por enseñarnos a
mirar con esos ojos, nuestra deuda con Cela ya es impagable. Un niño le
pregunta si le permite que le acompañe unos “hectómetros”, y él “siente una
admiración sin límites por los niños redichos”. El señor que dice una cosa y
luego la contraria “se expone a tener siempre razón”. Las lavanderas, que
despiertan el deseo, simbolizan también la resignada frustración de lo
inalcanzable: “El viajero es un hombre con una vida tejida de renunciaciones”.
Leer el Viaje a la Alcarria es como caminar:
todo va sucediendo por sí mismo, sin prisa, casualmente y a la vez con la
textura de lo eterno. Subimos al carro de un arriero y charlamos con él de las
criadas de Madrid, “que tienen unos humos que parecen condesas”. Nos hospedamos
en un parador, y nos sobresalta de madrugada alguien que vocifera “al estilo de
Aragón”. Vemos por los caminos conejos, cabras, ovejas y perros acostumbrados a
recibir patadas. Dormimos bajo la misma manta, “compartiendo calores”, con un
viejo que recorre los pueblos caminando tras su burro Gorrión, al que le ha
puesto una nota que dice: “Cógeme, que mi amo ha muerto”. Visitamos el antro de
Julio Vacas, alias Portillo, y nos enteramos de que le visitó nada menos que el
rey de Francia. Compartimos camino con un buhonero que heredó del Virrey del
Perú y que se llama Estanislao de Kostka Rodríguez y Rodríguez, a quien
apodaron el Mierda porque se le soltó el vientre cuando hizo el amago de
suicidarse tirado en la vía del tren. Un niño mea en la calle desde un balcón. Y
seguimos por los campos y los pueblos, a veces solos, entreteniéndonos en la
invención de algunas coplas, todo sea dicho, bastante malas. Pero qué más da.
¡Qué más da! Lo importante es seguir camino adelante,
y no decirle que no a nada de lo que venga. Prestar atención, observar con la
mirada limpia, y juzgar de tal modo que parezca que no lo hacemos. Lo
importante, a veces, es salir al camino, y recorrerlo con gusto y sin mayores
pretensiones, y, cuando nos cansamos, sentir el gusto de regresar.
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