Hay un vértigo profundo en la
línea que separa la realidad de la demencia. Un vértigo que a nadie le es
desconocido, porque todos nos hemos asomado alguna vez a las simas de nuestra
mente. Por suerte, la mayoría regresamos de allá sin haber perdido la lucidez,
o al menos eso creemos. Pero se nos quedó grabada esa zozobra, tan parecida a
la ambigüedad pavorosa de los terrores infantiles, que remiten a la infancia de
la especie, al presagio de muerte que nos imponían, allá en la Prehistoria, la
expulsión de la tribu y la soledad ante el mundo.
Quizás la locura no sea más que
el derrumbamiento de la armazón que nos sostiene y el resquebrajamiento de los
márgenes que nos contienen. Cuando la razón se rinde en su tarea de dar sentido
a lo que vivimos, el mundo nos invade como el mar por una brecha, perdemos la
noción de identidad y la psique se desarma o se hunde en las espumas del
sinsentido.
Quizás la locura sea la rendición
del alma aislada, el canto inconexo de un espíritu demasiado solo. Ni nuestro
cuerpo, ni nuestras emociones, ni nuestra razón están preparados para una
soledad demasiado severa. El solitario más aislado tiene que sentir aún el
sutil hilo que lo une al universo: a la humanidad, a sus recuerdos, a los
planetas o a Dios. Si uno se queda solo frente a todo lo demás, se siente
inmediatamente aplastado por eso todo del que ya no forma parte.
No podemos refugiarnos únicamente
en nosotros mismos. Necesitamos una garantía exterior: que apruebe, que
reconozca, que trascienda. Necesitamos un espejo que nos devuelva nuestra
imagen para reconocernos, o empezaremos a sospechar, privados de señales, que
quizá no existimos. La locura es el presentimiento de nuestra inexistencia, o,
lo que es peor, de una existencia sin sentido.
La locura se insinúa en algunos
momentos de angustia: es, de hecho, la angustia que lo ocupa todo, la angustia
sin esperanza. Cuando nos zarandea, el suelo parece faltar bajo nuestros pies.
Tanteamos a ciegas y no encontramos nada en medio de la niebla. Es el terror de
los niños abandonados y perdidos, el aullido de lobos en el corazón del bosque.
Es —ya se va viendo— el miedo sin coartada, el miedo en estado puro.
Quizá todos los terrores se
parezcan y procedan de unas mismas emociones básicas. El terror de quedarse
solo puede equivaler al de sentirse acorralado: en los dos casos no hay
escapatoria y se presiente el fin próximo. Para un niño pequeño, no recibir
estimulación o afectividad equivale a no existir: solo sabe de sí mismo por la
mirada afectuosa de otros, solo se concibe como querible porque parece que le
quieren. ¿Qué nos hace pensar a los adultos que tenemos más entereza afectiva
que un bebé?
Nuestra mente se esfuerza
constantemente por articular la experiencia de un modo coherente. En la locura,
la mente ha desistido y se mueve en un flujo desarticulado. Existe una zona
intermedia: la extrañeza, esa especie de penumbra de la razón y del afecto en
la que el juicio no se ha dislocado del todo pero empiezan a saltarle algunas
costuras. El terror tiene lugar en ese crepúsculo: se sostienen aún las viejas
estructuras, pero nos esforzamos por no mirar a los lugares donde sabemos que
empiezan a ceder.
Ante el terror de esa zona
crepuscular, la mente busca asideros. Chapotea entre espasmos, tragando lodo, e
intenta hacer pie desesperadamente. En el extremo, inventará una coherencia
propia y rígida y se retraerá de la realidad inconsistente, entrando en la
paranoia; o bien oscilará entre distintas identidades, o se desentenderá de la
identidad conocida, y así se convertirá en esquizofrénica. Sin embargo, por
fortuna, la mayoría de los recursos no son tan extremos, y así, a veces, la
seguridad se encuentra en determinados rituales o en ciertos pensamientos
recurrentes, tanto más compulsivos cuanto mayores sean el uso previo de estos
mecanismos o la angustia que induce a refugiarse en ellos.
En lugar de rechazarlas de
plano, deberíamos escuchar y confiar en esas “enfermedades”, incluso en los
desajustes mentales, porque, mientras no hayan alcanzado el nivel del desquiciamiento,
cumplen aún una función, y son estratagemas, eficaces por torpes que nos parezcan,
con las que el ánimo tantea un nuevo equilibrio.
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