La sustancia del
mundo está hecha de extraños, que forman parte de ese telón de fondo anónimo
sobre el cual se proyecta nuestra vida. Los extraños nos son ajenos, no están
más entreverados con nuestra vida que las calles por las que nos los cruzamos o
las tiendas en las que hacemos cola tras ellos. En cierto modo, no los vemos, o
no más que a un árbol o una farola. Sabemos que se parecen a nosotros, y por
eso tenemos noción de su dignidad, de sus alegrías y sus sufrimientos; intuimos
que tras cada uno de esos rostros desconocidos se esconde una historia tan
candente como la nuestra, pero es una historia que no nos concierne, una
historia en la que no tenemos ningún lugar, del mismo modo que ellos tampoco
tienen lugar en la nuestra. Los extraños, aunque nos tropecemos con ellos, aunque
los sintamos apretujados contra nuestro cuerpo en un vagón de metro, incluso
aunque nos pregunten la hora, son sombras en la pared de la caverna, discurren
como aquel río de Heráclito en el que uno nunca se bañaba dos veces: llegan y
se van, y nunca se quedan, y no nos hacen mella.
Existe una barrera
sutil que separa la extrañeza de la familiaridad, lo propio de lo ajeno, lo
significativo de lo indiferente. Existe una frontera, impalpable pero
ineluctable, entre lo mío y lo otro, entre “nosotros” y “ellos”. Es un límite
que perfilan nuestros afectos y nuestros hábitos, o quizá los afectos cuando se
transforman en hábito. Al fin y al cabo, ¿qué es el cariño sino una dulce
costumbre? Ternuras livianas como la que nos inspira la vecina viuda del quinto
cuando saca a pasear a su perro o los dueños del bar donde tomamos el café cada
mañana; amores devotos como el que nos despiertan nuestros padres; el embeleso
que nos sacude el alma al contemplar a nuestros hijos… Ahí reside todo el color
de la vida.
¿Todo? ¡No! Los
extraños se mueven en una pantalla gris, pero de este lado de la frontera hay
otras personas cargadas de color (a veces sobrecargadas). Personas que no son
amigas pero son importantes, que han salido del anonimato y se han inmiscuido
inextricablemente en nuestra vida. Son nuestros enemigos. Y por enemigos no
entiendo tan solo aquellos que se han ganado nuestro odio, sino también ese
otro grupo más numeroso que despierta nuestro rechazo. No todos van a ser
buenos en las películas, y a menudo los malos (los antagonistas) son tan
inseparables del héroe como su novia y sus colaboradores. ¿Qué habría sido de
Sherlock Holmes sin Moriarti? ¿De Luke Skywalker sin Darth Vader? Los
antagonistas nos definen tanto como los cómplices, si no más. Nos ponen a
prueba, nos obligan a tomar partido y, de ese modo, ir construyendo nuestros
principios y nuestra identidad; en definitiva, nuestra historia.
Los extraños no son
enemigos, al menos no lo son desde un punto de vista emocional y existencial;
pueden serlo, tal vez, de un modo abstracto, por ejemplo en una guerra, pero
ahí, en realidad, no les conferimos la condición de seres humanos, se nos
aparecen como meras sombras, frente a las cuales nos prevenimos porque de ellas
tan solo sabemos que podrían ser peligrosas. Un verdadero enemigo, en cambio,
es alguien que ya forma parte de nuestro teatro interior, que juega un papel en
nuestra constelación íntima. Es alguien relativamente importante, y desde luego
significativo, al que tal vez aborrecemos, o simplemente rechazamos, pero del
que ya no podemos prescindir. Ha pasado la barrera, la misma que tuvieron que
pasar nuestros familiares, nuestros amores y nuestros amigos.
Por eso, según se
mire, odiar es querer; por eso los enemigos son amigos fallidos, o amigos en
potencia, o amigos en proceso. Porque ―y ahí reside la verdadera paradoja― conocer es amar, y
cuanto más conozcamos a nuestros enemigos, cuantos más encontronazos tengamos
con ellos, más se nos mostrarán en esa ambivalencia de enemistad/amistad. La
frontera entre o extraño y lo propio es contundente; la que separa al amigo del
enemigo es tenue y porosa: basta con compartir determinadas vivencias, con
trastocar determinadas semánticas, para que una cosa se convierta en otra. Como
en la película Enemigo mío, soberbia
y asombrosa, donde un alienígena exterminador comparte con el protagonista la
condición de víctima: cuando ese sufrimiento común se impone al odio abstracto,
ambos descubren que ya no pueden seguir odiándose.
Y por eso tanto las
amistades como las enemistades son frágiles y cambiantes, como todos los
vínculos (porque de vínculos estamos hablando). Porque, además, la paradoja es
doble: por un lado, el otro no es del todo otro desde el momento en que se
establece un vínculo y se integra en nuestro particular teatro interno; pero, desde
el lado opuesto, el otro siempre es irremisiblemente otro en cierto grado, por
cercano que nos resulte, por mucho que haya atravesado la barrera: no nos
pertenece, y el vínculo más intensamente grato siempre resultará transitorio,
siempre habrá que renovarlo, siempre estará a merced de los oleajes del
destino.
El otro es siempre otro y nunca lo es del todo. Así es
como en el otro siempre alienta un extraño, un amigo y, cómo no, un enemigo.
―Queridos amigos...
―Yo que usted no me fiaría mucho. Por ahí he visto a uno con un ladrillo.
Groucho Marx en la película Una noche en la ópera.
Podemos considerar a nuestro enemigo un gran maestro… Es la lucha misma la que nos hace ser lo que somos.
Bertrand Russell.
Bertrand Russell.
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