La evolución es un
mecanismo ciego, un teorema matemático escrito en la abstracción del tiempo. La
presencia de una especie no implica ningún objetivo, ninguna teleología, ningún
sentido: sólo da testimonio del hecho
de haber tenido oportunidad de reproducirse más eficazmente.
Apréciese esto más en
detalle: estrictamente hablando, si una determinada configuración biológica
“sigue ahí” y ha prevalecido sobre otras no es ni porque viva más, ni porque
viva mejor, sino sólo porque ha transmitido sus genes con mayor eficacia, o al
menos con la suficiente. Lo que cuenta no es, como creía Spinoza —y todos, tan
egocéntricos, tendemos a creer—, la preservación del individuo, sino la de la
especie. El individuo es sólo un transmisor ―más o menos eficiente― de genes, una
especie de contenedor que traslada los genes en el tiempo. Su historia concreta
cuenta únicamente en tanto que lo hace un mejor transmisor de código genético,
en tanto favorece su reproducción, su multiplicación. Aunque ni siquiera se
trata de hacer que haya muchos individuos, sino tan sólo de que siga habiéndolos, para que los genes
permanezcan en ellos.
El descubrimiento de
esta ley natural tiene trascendentales consecuencias psicológicas y filosóficas
para un materialismo consecuente. Para empezar, nuestra vida queda vacía de
toda teleología: no tiene ningún objetivo, no sucede “para” nada. La propia
afirmación spinoziana de que “todo ser se esfuerza por perseverar” queda en
entredicho: los que perseveran son los genes, el ser aparente no es más que una
efímera etapa, una escala, un tránsito del verdadero ser, que consiste en mera información. Los mecanismos
psicológicos que han prosperado no son los que nos hacen más felices, sino los
que nos hacen mejores preservadores y transmisores de genes. Nuestra felicidad
individual no tiene el menor significado a escala evolutiva, es una fantasía de
nuestro yo, que, por su parte, es otra fantasía, un sueño de la mente que
culminó en esa anomalía que es la conciencia, quizá una construcción de esa
mente colectiva que es la cultura.
La conciencia parece,
en efecto, una anomalía, un subproducto de un cerebro quizá “demasiado”
complejo, en una especie furiosamente social. “Pienso, luego existo”: y, sin
embargo, no necesito pensar para existir, ni tampoco existir ―en tanto que yo
individual― para pensar. El
pensamiento, en realidad, no necesita al sujeto. Toda la importancia que me doy
a mí mismo en tanto que sujeto es sólo una pasión basada en una arbitrariedad.
Le puse puertas al campo y luego me obcequé en guardarlas “como si” separaran
algo. Parece que, al final, los budistas tenían razón al cuestionar el ego, y
podemos empezar a entenderlos.
Tal vez, en contra de
estos argumentos, podríamos considerar que el yo tiene una justificación
material, basada en la existencia de un cuerpo individual, y una justificación
psicológica, que es la percepción subjetiva de ese cuerpo. Podríamos suponer
que el sujeto cartesiano no es completamente arbitrario, sino un concepto que
se corresponde, hasta cierto punto, con un hecho. El error, tal vez,
consistiría en sacar demasiadas consecuencias de ese hecho: desde un punto de
vista material, el “yo” no es más que la conciencia de ser un individuo, un
individuo perteneciente a una determinada especie, con unas características físicas
y conductuales predeterminadas.
Es cierto que la
cultura nos saca de la mera biología y nos introduce en la historia. Pero eso
no le da a la cultura más contundencia que la de una fantasía humana. El
lenguaje es un hecho, pero las normas, las creencias, la belleza y la ética no
son hechos, son meros constructos psicosociales. Sueños de la razón, que es
otro sueño. No tienen trascendencia, puesto que no poseen materialidad: no
cuentan con referentes objetivos en el mundo real.
Así, desde el punto de vista de la vida, no estamos
vivos para ser felices, como proclama la constitución norteamericana y hemos
llegado a creer. Estar vivos es un azar que se agota en sí mismo y no tiene por
qué conllevar ninguna consecuencia. Estamos vivos y sólo eso cuenta para la vida:
lo que extraigamos de ahí, lo que decidamos a partir de ahí, sólo cuenta para
nosotros. La naturaleza no lo legitima. Desde que nos fundamos como seres
libres, como conciencias egoicas, nos quedamos solos. Podemos inventar lo que
queramos; es más, como supo ver Sartre, no
tenemos más remedio que inventar. Pero lo que inventemos será algo
puramente arbitrario, no tendrá fundamento ni trascendencia fuera de nosotros.
El hombre, cuando se constituye en sujeto, se descubre solo delante de un
espejo.
Comentarios
Publicar un comentario