Uno de los argumentos
favoritos con que se defiende la creencia en Dios es el pragmático, es decir,
que creer en Dios nos hace la vida más fácil y hasta mejor. Si es beneficioso,
convenzámonos de que es verdadero, o hagamos como si lo fuera: eso que
ganaremos. ¿Por qué ponérnoslo difícil manteniéndonos fieles a la realidad, si
ella nos traiciona? La ficción, en cambio, siempre está de nuestra parte.
Hay quien es capaz de
convencerse de lo que le conviene, sin pedirle más. En ello se apoya esta pretendida
“razón”, que aprovecha la confusión entre creencia y conocimiento; es una
“razón” que renuncia a la “Razón”, como hacía Pascal al defender esas “razones”
que la Razón no puede comprender. El argumento se desliza sutilmente,
astutamente, del ámbito de lo razonable al ámbito de lo útil. El único modo de
dejar al descubierto su falacia es mostrar la diferencia entre creer y
comprender.
Una creencia es un
postulado, producto de la especulación, que rige nuestra relación con el mundo,
un principio arbitrario que hemos decidido tomar como válido. Su validez, por
tanto, no gravita sobre ningún tipo de pruebas, ni lógicas ni empíricas: cuando
se enarbola alguna, se aprecia rápidamente su inconsistencia y su
insuficiencia. La validez de una creencia es subjetiva y, en el fondo, no pretende
ser otra cosa: se basa en la seducción, en su capacidad para despertar
emociones placenteras, como la serenidad y el optimismo, y sobre todo el consuelo, ya que la creencia es un eficaz
calmante para la angustia de la incertidumbre. Así pues, hay que reconocer que
la creencia resulta rentable, tanto por su efecto apaciguador de las angustias
humanas como por su función vertebradora de la acción, a la que aporta
coherencia interna y fuerza motivadora.
Sin embargo, como arguye Richard Dawkins, ninguno de esos efectos benéficos (que podrían
considerarse razones a favor de las
creencias) tiene la más mínima repercusión en la certeza; en otras palabras:
ningún argumento a favor de las creencias les presta validez de conocimiento. Un creyente puede oponer a
esta consideración el hecho de que mantiene absoluta certeza sobre sus
creencias. Sin embargo, de nuevo caemos en una fácil confusión: esa certidumbre
del creyente es puramente privada, su validez se limita a él, y no es posible
compartirla, no es posible hacerla pública
mediante el razonamiento, la contrastación y la demostración. Las mismas
“razones” que sustentan la creencia en el Dios cristiano sirven para defender
cualquier otra creencia, sea en el Alá mahometano o en las hadas o los duendes.
En todos esos casos el individuo se siente convencido, opta por entregarse a la
creencia y asumirla como convicción, pero no puede demostrar la validez de esas
convicciones más de lo que puede hacerlo el que sustente las contrarias. Así
pues, las creencias solo pueden acceder al ámbito de lo público en forma de
imposición o seducción.
El conocimiento, en
cambio, se basa en un contraste abierto. Apela a la lógica y a la observación,
a partir de las cuales postula determinadas hipótesis y teorías. Una hipótesis
nunca es definitivamente válida, es solo un buen instrumento de trabajo
mientras no se encuentre una hipótesis mejor, o mientras su contraste con la
realidad no la demuestre inadecuada. El conocimiento se sabe y se proclama siempre
provisional.
Se desprende una
diferencia obvia entre creencia y conocimiento: mientras que una hipótesis
puede invalidarse públicamente, demostrando que no explica satisfactoriamente
un determinado fenómeno, las creencias no pueden ser invalidadas. Ante una
creencia, solo cabe elegir a qué convicción subjetiva decide uno entregarse.
Existe, por consiguiente,
un paso previo que la persona tiene que dar a la hora de establecer sus convicciones:
tiene que elegir entre la creencia y el conocimiento, entre las “razones del
corazón” de Pascal y la razón, fundamentada empíricamente, de la ciencia.
Obviamente, se pueden sostener (y de hechos todos sostenemos, en mayor o menor
medida) ambas cosas, refiriéndolas a ámbitos diferentes. Hay científicos que
creen en Dios, o en el poder espiritual de los lamas. Pero, si uno es honesto,
debe admitir que tal simultaneidad de posturas no es coherente, de hecho es contradictoria;
y, aun peor, es oportunista: aplica diferentes criterios en ámbitos distintos.
Se puede ser un científico creyente, pero entonces hay que estar dispuesto a
vivir con esa incongruencia, admitiendo su carácter arbitrario. Lo que no se
puede —si uno es honesto— es solapar razón y fe.
Ante el argumento de
que uno cree porque eso hace su vida mejor, sólo cabe responder, con Dawkins,
que muy bien hecho, pero que eso no hace que su creencia sea cierta.
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