Las grandes noticias
tienen mucho de espectáculo y no menos de propaganda, y en la sociedad
ultracapitalista los medios de comunicación son como la pared de la cueva
platónica, donde se proyectan las sombras que mantienen hipnotizados a los
ciudadanos de Matrix. Cuando uno se compra el diario varios días seguidos,
tiene la sensación asfixiante de quedar atrapado en un extraño circo de
despropósitos: las piruetas, tantas veces criminales, de quienes nos someten a
su gobierno; las desgracias que sacuden a gentes tan lejanas que no parecen del
todo reales; la economía y los deportes, tan parecidos en su permanente
forcejeo de ganancias y pérdidas; los sucesos morbosos protagonizados por
personas desquiciadas u oportunistas…
A mí generalmente
hojear los periódicos, más que aportarme, me vacía: de certidumbre, de lucidez,
de sosiego… No digo que no sean necesarios, que no resulten útiles si se les
encara con mirada selectiva y crítica, pero ¡qué exceso de acontecimientos, de
palabras, de publicidad, de mundo líquido...! Nuestra mente, que está hecha
para lo próximo y lo familiar, que se forjó en la atención a los vecinos de la
tribu o del poblado, se pierde abrumada en su exuberancia.
Quizá por eso, la
sección de cartas al director se nos antoja un refugio de lo humano, el rincón
donde se retrata la vulgaridad verdadera y significativa de nuestras vidas.
Allí uno encuentra a menudo lecciones cotidianas y pequeñas joyas del sentido
común. Ayer, por no ir más lejos, leí una breve reseña que me estremeció. Un
lector hablaba del fallecimiento de una anciana en la habitación de un
hospital. Era la compañera de habitación de su madre, y por eso pudo presenciar
cómo la pobre mujer había muerto sin ninguna compañía, arrinconada en un lugar
anónimo, abandonada por el mundo antes de que ella lo abandonara. Y el testigo,
conmovido, lamentaba esa soledad tan trágica en la hora final. Se preguntaba cómo
habría llegado la mujer a tal situación, dónde estaba la familia, qué suerte la
habría ido desposeyendo del calor y la compañía: “Nadie que le tranquilizara
con palabras amorosas, nadie que le diera la mano…” Se me saltaron las
lágrimas. Recordé a mi abuela, que murió apretando la mano de mi madre,
oprimiéndola con tanta fuerza que sus propios dedos se le inmovilizaron
agarrotados.
Ninguno de nosotros
sabemos cómo será el tránsito, qué terrores o qué sosiegos nos recorrerán
cuando todo se detenga, si nos fundiremos de repente como una bombilla o nos
apagaremos lentamente como un anochecer; si nos sacudirá el relámpago de un
último intento, infructuoso, de latido, o si seremos capaces de entregarnos con
placidez. ¿Servirá de algo haber reflexionado, habernos entrenado en la actitud
correcta? Montaigne escribía con el designio de vivir mejor, pero también de
prepararse para una buena muerte. ¿Podemos realmente prepararnos? Él no lo
tenía claro: ante la angustia, proponía ―supongo que
en el fondo recomendándoselo a sí mismo― confiar:
esperar que nuestro propio cuerpo, que ha sabido vivir, sepa también morir y
nos guíe con mano firme y afable hacia el final. Siempre he pedido a la vida que sea
benévola y tenga sus maneras de consumirnos sin sobresalto. Dichosos, supongo,
los que acaban dormidos o inconscientes.
En cualquier caso,
sea como sea el paso, su antesala es importante, y atravesarla con compañía y
consuelo no debe tener precio. Un corolario digno para una historia breve,
antes de sumirse en el olvido. Poder despedirse sería hermoso, pero pocas veces
podemos elegirlo. Muchas historias viejas narran muertes apacibles y poco
convincentes: “Y expiró plácidamente, rodeado de todos los suyos”. Así se suele
contar que mueren los reyes y los personajes importantes. Demasiado literario,
y sin embargo se dice que hay quien lo consigue. No hace mucho me contaban la
historia de una abuela que se despidió de los hijos y los nietos, uno por uno,
y expiró poco después. Hay que envidiar esa precisión: ¿se nos anunciará de
algún modo que se acerca el momento? ¿O, en un cierto punto, incluso podremos
tomar la decisión de rendirnos? También suceden cosas que hacen pensar en eso.
Pero quizá no
necesitemos tanto. Quizá baste, como echaba de menos el autor de la carta del
diario, una voz de consuelo, una leve caricia en la mejilla, una mano que toma
la nuestra. Morir así es quedarse un poco: así pensaban los antiguos ―a veces con temor― que se quedaban junto
a ellos sus ancestros. Y para quien viene a despedir también es bueno: el vacío
que de por vida nos dejará en el alma la ausencia del ser querido será menor, o más
llevadero; la amargura del duelo podrá trenzarse con dulces nostalgias. Mi
amigo J., cuando iba a visitarlo en sus últimos meses, me lo avisaba: “Este
tiempo que me dedicas ahora te consolará cuando falte”. Y tenía razón, aunque
el no poder despedirme de él se me ha quedado atravesado como una astilla que
duele siempre que lo recuerdo. Para cuando fui a verlo ya lo habían sumido en
el pozo de la morfina. Respiraba pesadamente, entre ronquidos, y cuando le besé
en la frente se la noté ardiendo de fiebre, o eso me pareció. P., su mujer,
tan bondadosa, comprendió mi zozobra por no poder llegar a él de ningún modo, y
me dijo: “Háblale, seguro que oye”. Y le dije adiós, hasta pronto, amigo mío,
no tardaré mucho en seguir tus pasos. Yo no creía que me oyera, pero me esforcé
en creerlo y tal vez lo conseguí un poco.
El autor de la carta
al director tenía razón: aquella anciana anónima hubiese merecido no terminar
sola. “Nacemos solos y morimos solos”, afirma el dicho popular, y, puestos a
ser tan estrictos, sin duda habría que añadir que también nos pasamos la vida
solos, puesto que existe una soledad esencial que es infranqueable, incluso
para el amor: siempre queda la distancia de los cuerpos y de las identidades.
Pero eso es precisamente lo que le da al amor tanta valía: el hecho de que,
aunque estemos irremediablemente separados, el milagro del afecto nos une de
algún modo recóndito y misterioso. La distancia inabarcable se ve de repente
superada por una mirada, por una sonrisa, por una caricia; el corazón, que
sabemos recluido en su prisión del pecho, se recuesta en el abrazo y salta al
lugar de los encuentros. Así que podemos replicar: morimos solos, pero no
tanto, cuando nos acompaña la ternura. Todos hemos sido buenos y malos, pero en
ese momento tenemos derecho a que se nos considere buenos; lo mismo que al
nacer, nadie debería fallecer solo. Aquella viejecita resume en su muerte todo
el desamparo del mundo.
O quizá sea peor el
desamparo que, unas páginas más adelante, encuentro en el mismo diario, en la foto del
cadáver de un hombre tendido en una playa (viviremos para siempre resquebrajados por la de aquel niño sirio, Aylan, cuya inocencia truncada es nuestra pesadilla). El horrible drama del éxodo masivo
de personas que, huyendo de la guerra o la miseria, intentan alcanzar las orillas ―¡tan inciertas!― de la
esperanza. Los malos barcos y la mala mar acaban con muchos de ellos, y así
nuestras costas se llenan de esos testigos de una sociedad fallida y cruel.
Cada uno de esos cadáveres nos azota en el rostro y debería remorder la conciencia y agitar la indignación.
Y, sin embargo, nos hemos acostumbrado a ellos,
pasamos la página sin apenas inmutarnos, en busca de la siguiente noticia. La
foto del náufrago vencido me estremece, pero no me hace saltar las lágrimas
como la historia de la viejecita que murió sola en el hospital. Ambos son
víctimas, pero de algún modo me he inmunizado contra el primero. Eso me hace
pensar que yo no soy menos víctima que ellos. He llegado a olvidar que ese
náufrago podría haber sido yo, que en cierto modo lo soy, puesto que con él
naufraga también mi dignidad, y se agrieta mi entereza. La dignidad es algo que
hay que reconstruir una y otra vez a fuerza de empeño y memoria. Tengo que insistirme
en la vergüenza que me la rescata. Tengo que recordarme sin cesar que, como
dijo el poeta inglés John Donne, “la muerte de cualquiera me afecta, porque me
encuentro unido a toda la humanidad”; que, sea en un lecho de hospital o en una
playa, las campanas doblan por mí.
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