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Mostrando entradas de marzo, 2017

Esperas

Espero en el bar del aeropuerto a que sea la hora de facturar el equipaje; después esperaré a una hora prudencial para ponerme en la larga cola de ingreso al recinto interior. Ahí aguardaré atento a que se inicie el embarque, y finalmente subiré al avión, me encajaré en mi asiento-jaula y dejaré que el viaje “suceda”. Sentiré por un instante que se me concede una pausa, descansaré de esta alerta, esta tensa expectación del porvenir que me reclama atención. Durante las horas de vuelo, podré olvidar el deber de cumplir trámites y horarios, solo tendré que dejarme conducir. Sin embargo, eso solo será una tregua; basta que me detenga a pensar para notar de nuevo el incómodo tirón del futuro, para sentirme de nuevo incompleto y alerta. Cuando el avión llegue a destino, me pondré en la cola de control de viajeros, donde esperaré pacientemente a que comprueben mi pasaporte, partiendo del supuesto tranquilizador de que todo transcurrirá en orden, y sin embargo consciente de la leve pero r...

¿Qué libertad?

Luchamos por la libertad porque solo cuando elegimos tenemos noción de ser alguien, es decir, un ser diferenciado en el océano del ser. El yo se materializa en sus decisiones, y aún más en los actos que las ejecutan. Cuando se nos restringe la libertad sentimos que nos arrebatan una parte de nuestra identidad; el sometimiento parece hacernos más pequeños. Por eso nos rebelamos contra los tiranos, sobre todo contra los pequeños dictadores que pretenden apropiarse de nuestros espacios cotidianos, porque es en las costumbres y en las pequeñas cosas donde se urde el tejido que nos compone. Sin embargo, como todas las cosas grandes, la libertad también nos da miedo. Ya lo señaló Erich Fromm: a menudo buscamos, de un modo más o menos sutil, que se nos someta, para no tener que afrontar la vastedad vertiginosa de ser rigurosamente libres. Esto es así porque la libertad tiene dos precios muy caros: la incertidumbre y la responsabilidad. La primera nos angustia porque nos deja sin agarradero...

Muchos en uno

Somos muchos en uno, muchas voces, muchos anhelos, muchas esperanzas... —Sí. —Somos un destello de razón en un fulgor voluble de emociones. ¡Qué pequeña, qué débil es la fuerza de nuestro raciocinio cuando se alza en ese vórtice de sentimientos! —Sí. —Lo que llamamos voluntad es sólo un intento torpe de encauzar el río de la vida que nos arrastra. —Sí. —Tenemos hambre de caricias, de encuentros, de manos y de besos. Quizá no podamos vivir sin ellos. Quizá no podamos controlar esa nostalgia. —Sí. —Hoy estoy triste. Hoy contemplo mi vida y me parece una extensión árida y fría. Hoy me siento desértico y me estruja una añoranza de fuentes y de arroyos. Hoy me agitan extraños encuentros y desencuentros conmigo mismo, y no estoy bien en mí. Hoy necesitaría que me quisieran para quererme, y todo lo demás me parece deshabitado. Pero si lo pienso bien, me doy cuenta de que todo esto, que me invade con tanta intensidad y parece tan real, se asemeja más bien a un espejismo, a un d...

Las trincheras del yo

El yo, la noción o sensación de lo que somos como individuos diferenciados, solo puede sostenerse a fuerza de una perpetua lucha. Todo conspira contra él, puesto que lo natural es lo indistinto, y distinguirse equivale a crearse de la nada ― que es todo ― , a configurar una anomalía contraria al contexto. El yo es un constructo artificial, arduo e inevitablemente frágil, porque la frontera que lo delimita nunca está del todo clara ni justificada, y hay que levantarla una y otra vez frente a los embates de la existencia. El yo necesita demostrar sin cesar su diferencia. El mayor peligro sería confundirse con lo otro, con cualquier otro. Por eso, su seña más inmediata es el cuerpo y su frontera primigenia es la piel. Ver y percibir un cuerpo propio que es único, irrepetible, separado del entorno, una materia más o menos aislada que cobra forma en medio del polvo estelar: ahí reside la fuente originaria de la idea de un yo. Sin embargo, no es suficiente, porque el yo es un concepto met...

Amabilidad

Solemos despreciar la amabilidad forzada por lo que tiene de artificioso, porque obedece más a una voluntad (sospechosamente interesada) que a una espontaneidad (fruto presuntamente genuino de nuestras cualidades). Los que son amables con nosotros porque les sale del alma nos transmiten su aprecio por nuestra valía humana; los que se fuerzan a serlo, en cambio, lo harían de un modo interesado, tratándonos como objetos. Sin embargo, me parece que deberíamos poner en duda el principio según el cual lo espontáneo es más valioso que lo deliberado. Despertar la simpatía ajena gracias a nuestros encantos es tan necesario como que nos quieran por lo que somos y no por lo que querrían que fuéramos. Sin embargo, probablemente nos estemos dejando arrastrar por un prejuicio cuando nos empeñamos en diferenciar estrictamente una cosa de la otra. Porque las cosas humanas están siempre mezcladas y tienen muchas caras. Lo humano no obedece al principio de contradicción clásico, aquel de Parménide...