La vida está jalonada
de dolores, y nuestro modo de encararlos es una de las claves de que la
existencia resulte o no satisfactoria.
El sufrimiento, como
dijo Buda, está por todas partes y tiene muchas caras. Hay sufrimientos brutos,
espesos, contundentes como un golpe en una roca; hay sufrimientos líquidos que
caen lentamente sobre nuestra piel y nos impregnan como una lluvia fina. Hay
sufrimientos que se nos echan encima y nos arrastran en su avalancha; y
sufrimientos que llevamos puestos, clavándose igual que una piedra que se coló
en el zapato. Hay sufrimientos que quitan la respiración y otros que hacen el
aire irrespirable. También hay sufrimientos que nos ganamos a pulso,
tejiéndolos hebra a hebra, moliéndolos grano a grano, para ceñírnoslos como
cilicios. Los hay buscados, encontrados, impuestos, merecidos, frustrados,
incompletos, preparados, perdidos, imaginarios. Hay sufrimientos sin sentido y
otros a los que se lo inventamos. Los hay que danzan y revolotean a nuestro
alrededor, y otros que nos empujan y nos tumban como un mandoble certero.
Se cuenta la anécdota
de que una mujer, desesperada por haber perdido a su hijo, acudió al Sakyamuni
para pedirle un remedio. Este le contestó que solo necesitaba un puñado de
semillas de mostaza, pero que tenían que ser de una casa en la que nadie
hubiese perdido a algún ser querido. Después de mucho buscar, la mujer
comprendió que el sufrimiento y la muerte forman parte de la condición humana,
aceptó el dolor de haber perdido a su hijo y pudo enterrarlo en paz.
Esta historia es la
descripción precisa del trabajo de duelo, cuyo momento clave está en la
aceptación de la pérdida con todo lo que implica. Pero su intención es
invitarnos a una reflexión más profunda: si nos quedamos sin algo es porque lo
teníamos, y lo que se posee está llamado a perderse en algún momento. Para
morir hay que haber vivido, y no se puede vivir más que a condición de morir un
día. La muerte es la condición de la vida; es, como dijo Heidegger, esa posibilidad
que aguarda siempre detrás de todas las posibilidades, y que se convertirá en hecho
si se le da el tiempo suficiente. La pérdida es la condición de la posesión, la
frustración es la premisa del deseo, el sufrimiento es el precio de la
satisfacción…
Dime qué haces con tu
sufrimiento y te diré quién eres, incluso te diré quién serás o al menos quién,
probablemente, no podrás ser, tal vez porque estés empeñado en ello. ¿Ayuda ser
consciente de lo inevitable del padecimiento para sufrir menos? Sí. Pero no
necesariamente porque nos permita hacernos fuertes y prevenirnos de algún modo:
podemos apuntalar nuestras fuerzas hasta cierto punto (ese era el proyecto de
los estoicos), pero nadie sabe de dónde llegará el dolor ni hasta dónde será
capaz de aguantarlo.
Otra historia clásica,
creo que zen, nos habla de la decepción de un discípulo cuando vio a su maestro
gritar al ser vapuleado por unos ladrones: ¿cómo era posible que el maestro, un
ser iluminado, se deshiciera en la indignidad de proferir lamentos y súplicas? Sin
embargo, pasado el tiempo, unos ladrones sorprendieron al discípulo y lo apalearon.
Mientras gritaba y suplicaba, el discípulo tuvo la iluminación. La conciencia
de que la vida es pérdida y dolor no nos evitará tener que pasar por ellos,
pero puede ayudarnos, quizás, a afrontarlo con más serenidad, a dejarlo doler sin
rebelarnos contra él, lo cual es otro dolor y a veces mayor que el propio
padecimiento original. Este era el camino de serenidad que proponían los estoicos.
A menudo intentamos
esquivar el dolor que nos corresponde sustituyéndolo por otros que nos parecen
más llevaderos. Así concebía Freud la neurosis: en el esfuerzo por eludir el dolor
real, nos empantanamos en sufrimientos imaginarios, que acaban por convertirse
en un problema mucho peor (entre otras cosas, porque los sufrimientos reales suelen
permanecer esperando su momento como perros fieles, y no hay nada que nos ahorre
su mordedura). Es como si para no pagar de una vez nos endeudáramos en
préstamos sobre préstamos, hasta que nuestra deuda resultara impagable. Para no
tener que admitir que no somos amados, salimos al paso odiando o evitando a
todo el mundo, incluido quien nos podría amar; para no tener que reconocer un
error, le reprochamos la culpabilidad a otro. Para no tener que ser
consecuentes con el naufragio de nuestro matrimonio, le hacemos la vida
imposible al cónyuge, hasta hartarlo; o nos enfermamos, para que se sienta
culpable; o soportamos sumisos sus abusos, asegurándonos de que el malvado siempre
es él. Son ejemplos de la diferencia entre un dolor legítimo y un dolor
embustero, o al menos disfrazado; de cómo el dolor también puede ser una
liberación, a condición de que lo afrontemos de cara y estemos dispuestos a
atravesarlo cuando hay que hacerlo.
La cuestión, por
tanto, no es sufrir o no, puesto que sufrir es inevitable. La cuestión es si
podemos sufrir solo lo justo, y con la mejor actitud posible.
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