Soy perezoso, sí,
¿para qué me voy a engañar?
Soy tan perezoso que
ponerme a escribir ahora, y sobre todo a pensar, resulta para mí un esfuerzo, y
a cada momento tengo que luchar con la tentación de abandonar.
¿Por qué sigo?
Seguramente por la pereza de plantearme qué hacer si no hago esto.
A veces me vienen a
la mente tales borbotones de ideas —algunas aceptables y otras decididamente
estúpidas— que me siento inundado, abrumado. Quizá, si tuviera la fortaleza de
ánimo de intentar recogerlas, y la constancia posterior de organizarlas,
quedaría algo bueno después de pasar unos cuantos cedazos. Pero me puede la molicie.
Y creo que ahí hay también algo sabio. ¿Realmente vale la pena escribirlo todo?
¿No es mejor vivir? Aunque, ¿qué pasa cuando la vida da más pereza que escribir
sobre la vida?
Bien, en cualquier
caso, suelo perder el hilo de mis ocurrencias, sea por desbordamiento o por
mera desidia. Debo alegar también mi mala memoria.
Sobre la mala memoria
sólo diré que si lograra recordar todo lo que he leído y estudiado, si
consiguiera articular ese caudal de informaciones e integrarlas en mi conocimiento,
sabría muchísimas cosas. Es más: las he sabido, sólo que por poco tiempo. Es
aún más: las he descubierto varias veces, porque, al no recordarlas, volvían a
ser una novedad espléndida. En fin, se trata de un verdadero desperdicio, que
he intentado compensar con técnicas diversas: apuntes, resúmenes, copias, notas…
No hay caso. Podría hacer un gráfico como los de Ebbinghaus (he tenido que
consultar la Wikipedia para recordar su nombre) representando la progresión de
esa pérdida: la caída de la recuperación de datos es bastante rápida, la de
conceptos no tanto. Por lo visto, es algo normal que le pasa a todo el mundo,
pero, por lo que llevo comprobado, en mi caso constituye un verdadero problema.
Supongo que mi tendencia a vivir en estado de ansiedad hace que preste menos
atención, que registre menos y que tenga más dificultad para concentrarme a la
hora de elaborar los recuerdos (dicen que la memoria funciona más como una
reconstrucción que como un archivo, tanto una cosa como la otra se me dan mal).
Según los neurocientíficos, el estrés incluso provoca la pérdida de neuronas en
el hipocampo, que es una estructura cerebral clave en la memoria. No quiero
imaginar en cómo debo tener el hipocampo.
Puntualicemos, no
obstante, que la mala memoria tiene sus ventajas. Para empezar, ayuda a vivir:
los malos recuerdos son como trastos viejos que nos aplastarían si no fuéramos
aligerándolos. Cicerón ya lo señaló: recordar, a menudo, es solo un modo de
acrecentar los sufrimientos, y por eso dijo Cervantes: “¡Oh, memoria, enemiga
mortal de mi descanso!” Nietzsche menciona un don aun más sutil: el olvido
permite disfrutar más veces las mismas cosas. Pero algunos señalan una
posibilidad muy interesante: tal vez la falta de memoria nos obligue a ser más
reflexivos, o incluso nos favorezca captar lo esencial al librarnos de un
exceso de detalles. No deja de ser un consuelo.
Así que nunca he sido
bueno manejando datos, y por eso se me silencia fácilmente (o me silencio yo
mismo, atascado en la punta de la lengua) en la mayoría de las discusiones. Por
brillante o justa que sea mi postura, se queda en nada ante un aluvión de datos
por parte de mi oponente.
Esto me hace pensar
en las amargas disputas de pareja. La mayoría consisten en un fuego cruzado de
reproches: tú me hiciste, yo te pedí… Pocas veces uno escucha al otro para ver
si tiene razón, porque en este caso no importa la razón, sino el poder. Por
eso, se trata de no admitir ninguna acusación y de que nuestras acusaciones
sean más graves que las del otro. En conjunto resulta un comportamiento
bastante inmaduro, se diría infantil, lo cual demuestra lo poco que
evolucionamos a lo largo de la vida, o lo poco que han cambiado los conflictos
humanos a lo largo de la historia.
He conocido a
personas que eran verdaderas virtuosas del reproche, gracias a su capacidad
para recordar hasta el último detalle de lo que les ofendió, o al menos para
inventarlo de forma convincente. Frente a ellas, yo no tenía nada que hacer. Lo
más inteligente por mi parte habría sido callarme y evitar una reyerta de la
que casi seguro que saldría malparado, pero soy demasiado susceptible. Me
enfado y me resiento con facilidad. Esto hace que mis relaciones íntimas acaben
convirtiéndose en calvarios de discusiones que llevan a otras porque nunca me
salgo con la mía. De todas mis estupideces, tal vez esta sea la peor, y desde
luego la que me ha traído más problemas.
Volviendo a mis
apuros a la hora de escribir, tengo otra dificultad: las estructuras. Mi
pensamiento es arbóreo, se bifurca una y otra vez y se va cargando de vías
secundarias que llevan a nuevas vías secundarias y así sucesivamente… hasta que
pierdo la noción del tronco esencial. Pero eso no es lo peor: con tantas ramas
y ramificaciones llega un momento en que el edificio se me desploma, como un
castillo de naipes demasiado temerario (esta comparación resulta bastante
tópica), se me cae por su propio peso. A veces tengo la impresión de que pienso
con frases que no terminan nunca, porque en un momento dado aparece un largo
paréntesis, en medio del cual surge otro paréntesis, y así hasta el infinito.
Así que cuando empiezo un proyecto me encuentro en seguida con que no sé hacia
dónde voy; entonces vuelvo atrás y se me ocurre una nueva manera de empezar,
sin duda mejor, pero que me obliga a recomponerlo todo, como si al perder el
hilo tuviera que rehacer la madeja y luego deshacerla de nuevo, yendo a parar a
un lugar completamente distinto.
He intentado resolver
esta “fractalidad del pensamiento” mediante esquemas previos, pero cuando lo
hago descubro que, en realidad, tengo muy pocas ideas previas, que la mayoría
se me ocurren precisamente en el desarrollo, y que para entonces ya es tarde
para recuperar la coherencia… El recurso que me ayuda más, y que incluso a
veces funciona de verdad, es abrir armarios conceptuales en los que ir
clasificando las ideas a medida que vienen: esta idea va aquí, esa otra va
allá… Así, los armarios van creciendo (¡pero también aparecen nuevos apartados
y subapartados!), como me ha sucedido con El
buen vivir, una especie de manual para la vida buena que he ido escribiendo
por apartados según se me ocurrían, y que, para cuando he querido darme cuenta,
había alcanzado más de 400 páginas. Ahora lo difícil será estructurar todo ese
material, imponerle un sentido, armarlo con coherencia. Suceden cosas gravísimas,
como la duplicación fortuita de subapartados, aunque en distintos apartados y
por tanto con la dificultad de decidir a cuál corresponden mejor. Soy
perfectamente capaz de escribir lo mismo varias veces (en esto me ayuda la mala
memoria), clasificándolo luego con distintos criterios; entonces me enredo en
la meditación de cuál sería la clasificación más adecuada...
Escribiendo sobre las dificultades para escribir, he concluido
el artículo. Lo dejo tal cual ha ido saliendo, con su caos originario, a modo de
ejemplo de lo que comentaba, y porque, por una vez, tiene su gracia.
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