Ir al contenido principal

Pinceladas sobre la seducción

La seducción amorosa es un arte que los años enseñan a medida que nos cansan y la hacen innecesaria. Alguien dijo ya que la vida nos hace expertos cuando menguan las fuerzas para que nos sirva de algo, lo cual sugiere que la sabiduría, si existe, no le interesa lo más mínimo a la naturaleza. De todos modos, siempre nos quedan los agridulces vagabundeos por la nostalgia: el gusto de recordar los años mozos, su angustiosa urgencia, y comprender que si hubiésemos tenido algo menos de prisa y algo más de paciencia tal vez nuestros deseos habrían avanzado hacia buen puerto sin tantos tropiezos.


Para adentrarse con bien en la jungla de Eros, hay que hacerlo con ímpetu, pero sin que este nos arrastre. Al amor le repelen, sobre todo, dos cosas: la falta de convencimiento y la solicitud desesperada. A todos nos gusta sentirnos valorados, pero no perseguidos; preferimos que se nos acerquen poco a poco, con decisión, pero sin ansia; queremos ser importantes, pero no necesarios; esenciales, pero no imprescindibles. Tienen que verse avivar las llamas de nuestro deseo, pero, al mismo tiempo, mostrar que arden con su propia madera, y que no nos hundiríamos si fuéramos rechazados.
Quien nos atribuye valor nos hace sentir valiosos con la condición de que mantenga al margen de nosotros su propio valor. A todos nos complace ser queridos, pero nos molesta ser necesitados: la necesidad ajena nos cosifica, porque solo tiene en cuenta al sujeto que demanda, reduciendo a objeto al otro. Y también porque implica una debilidad, y la debilidad puede inspirar compasión, pero no amor.

El tempo del deseo seductor debe ser brioso, pero dilatado. No hay que irrumpir como elefantes, sino deslizarse como linces. Conviene acercarse poco a poco para no asustar, hasta convertir nuestra presencia en una grata costumbre, superada la barrera de la indiferencia. Saint-Exupéry lo retrata con precisa poesía en El principito: “Hay que ser muy paciente —respondió el zorro—. Primero te sentarás en la hierba, un poco retirado de mí, yo te miraré de reojo y tú no dirás nada. Las palabras son fuente de malentendidos. Pero cada día te podrás sentar un poco más cerca…” Para cuando tenemos un lugar en la cotidianidad del otro, hemos conseguido un puesto en su vida. No es que seamos imprescindibles —nadie lo es, y probablemente tampoco nadie quiere serlo—, pero sí significativos, es decir, ungidos de significado.
También hay veces en que la seducción tiene que maniobrar deprisa, aprovechando una oportunidad al vuelo. Entonces se trata de actuar con presteza, pero sin avasallamiento. Invitar sin reclamar. Sugerir sin afirmar, alimentando una ambigüedad calculada. Un punto de picardía insinúa al otro que ambos seguimos siendo libres, que nos gusta, sí, pero sin desesperación. Nos atrae de un modo que no está acabado, donde todo está aún por inventar. Hay que hacerse ver un poco, luego alejarse otro poco; ir y venir, como en una danza. Ya se sabe que seducir es danzar, y muchos bailes fueron inventados para la seducción. Recordemos, sin ir más lejos, las célebres contorsiones de Salomé, que, al hipnotizar a Herodes, le costaron la cabeza a Juan el Bautista. Y de eso se trata: de hacer perder la cabeza.

Un corazón se abre cuando tocan a su puerta con alegría pero sin apremio; cuando oye un canto lejano que se acerca a merced de las olas, como el de Tristán mientras navega, tocando el arpa, hacia Isolda. Si vienen a llamarnos sin avasallarnos, y nuestro corazón no está demasiado ocupado, herido o cansado, seguramente abriremos la puerta y nos dejaremos acompañar de paseo. Eso aún no es amor. Pero tal vez el amor o la fascinación que le precede asome cuando los paseos se conviertan en costumbre, cuando la repetición acabe por hacerlos importantes. “Los ritos son necesarios”, le explica el zorro al Principito; cada día, a la misma hora, pasar un rato juntos, e ir acercándose poco a poco: eso es “domesticar”. La seducción consiste en hacerse presente: invita una y otra vez, y espera.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...