viernes, 5 de agosto de 2016

La paloma de Kant

“La ligera paloma, que siente la resistencia del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un espacio vacío.”
Immanuel Kant



La paloma de Kant, ese bicho gruñón que mientras agitaba las alas maldecía al aire por oponerle resistencia, no deja de revolotear por mi pensamiento, trayéndome a mientes lo poquito que nos gusta que la vida nos cueste, y sin embargo lo mucho que necesitamos, como la paloma, esa resistencia para poder volar.
Desde que fuimos expulsados del paraíso, cada día nos trae sus propios contratiempos. Sabio quien los disfrute: la mayoría nos limitamos a padecerlos. Añoramos una vida más fácil, más llevadera, menos cargada de obstáculos. Los que somos ansiosos, además, añadimos a los dolores reales el mal de nuestra preocupación, dando vueltas a amarguras pasadas que ya no tienen remedio, o anticipando incidencias que tal vez no lleguen nunca. Rabias y decepciones nos persiguen como espectros desde atrás, y un miedo grande e incierto nos invade hacia adelante. El dolor es, en suma, una mezcla de realidad e irrealidad que solo los humanos, con nuestra capacidad simbólica, hemos llevado tan lejos.
Hay una robusta tradición que dignifica el dolor. Los griegos ya creían en una especie de economía de la suerte, una especie de cuota de felicidad o desdicha más allá de la cual el péndulo gira hacia el otro extremo. Némesis se aseguraba de corregir todos los excesos de buena estrella, evitando así la envidia de los dioses. Para el cristianismo, el sufrimiento forma parte del difícil camino, a través del “valle de lágrimas” de la vida terrena, hacia una vida eterna donde será recompensado, por lo que debemos soportarlo con resignación y confianza.
Nosotros, que no contamos con una trascendencia que lo justifique, que estamos de parte de la vida y de la alegría, preferiríamos un mundo sin sufrimiento, sobre todo sin las grandes penalidades, esas que nos ponen contra las cuerdas de nuestra resistencia, esas que vencen nuestro cuerpo y rompen nuestra alma, que parecen hechas solo para hacernos envejecer y para recordarnos la muerte. Vindiquemos a Spinoza: para el ser únicamente tiene sentido lo que lo confirma, y solo el gozo nos confirma. Buda invirtió todo su genio en fundar un método que extirpara por completo el sufrimiento. ¿Quién no desearía conseguirlo? El problema es que su disciplina de desapego parece escatimarle a la existencia su sabor más intenso, eso que la hace propiamente humana.
En el otro extremo, Nietzsche, que tantas dolencias sufrió a lo largo de su vida, estaba dispuesto a pagar alegremente todo el dolor que hiciera falta con tal de exaltar la vida: “La filosofía no es otra cosa que querer vivir entre los hielos, en las altas montañas”. Epicuro ya había dicho que el padecimiento, si es llevadero, no puede ser muy grande, instándonos a no perder, temiéndolo, las fuerzas que podemos dedicar al disfrute; tenemos que domesticar la pena hasta tal punto que sepamos convivir con ella sin permitir que empañe el gozo: “Hay que reír al mismo tiempo que filosofar”. Por su parte, el estoicismo, ungiéndose en la tradición guerrera, sugería con razón la capacidad educadora de los males, que al obligarnos a resistir sacan lo mejor de nosotros mismos y nos van entrenando para batallas mayores. “¡Bienaventurado sea lo que endurece!”, proclamaba también Nietzsche en su Zaratustra.
Parece claro que tenemos que estar a la altura de lo inevitable. Vivir es volar contra el mismo aire que nos sostiene; dejar que la existencia oponga su densidad a nuestros afanes etéreos, notar esa resistencia que el mundo opone a nuestros sueños y afirmarla. El hombre se hace en su pulso con la facticidad, contra la preponderancia de lo que le refuta: es su faceta fundacional, heroica.
No se puede hacer nada nuevo, nada elevado, sin contrariar la gravedad que se nos resiste. Los contratiempos son el tirón que hay que vencer para fundar la dignidad, que es alegría ascendente, anábasis (como la llama José A. Marina). Ese tirón también perfila nuestros límites, y nos invita a aceptarlos, a comprender que nuestro heroísmo es solo una intención, un salto que no puede, y quizá ni siquiera deba, llegar demasiado lejos. El yo, que nace con la fantasía de la omnipotencia, tiene que ir topándose con la realidad para rendirse y madurar. Sin la erosión continua de la facticidad, el yo se expandiría monstruosamente, y se extraviaría en un delirio al que le quedaría muy poco de humano.
Parece que nuestro destino es hacernos amigos de la facticidad, vivirla con la entereza de Séneca, la confianza de Epicuro y hasta el entusiasmo de Nietzsche. Cuando nos demos de bruces con un límite, cuando lo imprevisto nos desconcierte y nos acorrale, cada vez que perdamos algo amado y que se nos ponga a prueba, estaría bien que sonriéramos confiados y le dijésemos a la paloma de Kant: si quieres volar, tendrás que aceptar que el aire se te resista. 

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