¿Por qué la simpatía
y la antipatía tienden a ir a más? ¿Por qué hay personas que parecen acaparar
todas las virtudes, y en cambio otras solo nos parece que tienen defectos? ¿Por
qué es fácil que nos decepcionen aquellos a quienes admiramos, y en cambio
todos los hechos nos dan la razón cuando alguien nos cae mal? Cada día estoy
más convencido de que la respuesta a estas preguntas está en nosotros mismos,
en lo que el psicólogo Leon Festinger llamó la disonancia cognitiva (aunque sospecho que más que
cognitiva es emocional).
La teoría de
Festinger viene a decirnos que, una vez asentada una convicción, encontraremos
mil maneras de darle la razón, e ignoraremos todo aquello que la contradiga (es
decir, que nos provoque disonancia). Si estoy convencido de que un compañero de
trabajo es despreciable, tenderé a ver en él solo lo despreciable, y,
curiosamente, permaneceré ciego a todo lo demás, o, si no puedo evitar verlo,
buscaré razones para desprestigiarlo. Si intenta ser amable, lo consideraré
falso; si ayuda a alguien, proclamaré que es un interesado. Procuraré convencer
a los demás, porque eso reforzará mis convicciones. Si es necesario le
provocaré, le daré chascos, le ofenderé, para que se comporte como espero que
lo haga. Así es como nuestras relaciones se convierten más o menos en lo que
esperamos que sean.
¿Por qué hacemos eso?
Al menos por dos razones: primero, porque de ese modo nuestro mundo es más
previsible, las personas ocupan en él un lugar estable, y eso siempre nos da
seguridad: en las propias películas nos incomoda que el bueno de repente se
comporte con maldad, o que el malo tenga un detalle generoso; y segundo, porque
uno se siente mejor cuando las cosas le dan la razón, y fatal, en cambio,
cuando le llevan la contraria. Si el mundo no nos da la razón, surge
inevitablemente la sospecha de que tal vez estemos equivocados, y eso no es
agradable para nuestra frágil autoestima.
¿Os habéis dado
cuenta de qué pocas veces admitimos nuestros errores? Reconocer una
equivocación es darle carta de existencia: mientras la neguemos, siempre
quedará un resquicio de posibilidad de que no exista. Es como si la negación
tuviera un efecto simbólico, mágico, de transformación de la realidad, del
mismo modo que a menudo miramos a otro lado cuando no queremos reconocer algo
que sucede ante nuestras narices. ¡Cuántas veces nos desconcierta que una
persona no vea algo que nosotros identificamos con claridad palpable! Una madre
ignora en su hijo el mismo mal comportamiento que le molesta en todos los demás
niños. A un enamorado le pasan desapercibidos (o le encantan) los mismos
caprichos de su novia que les resultan insultantes a los demás. Y, por
supuesto, al revés: la persona ofendida encuentra ofensas en todos los
comportamientos del otro, mientras que a los demás nos parecen normales o
indiferentes.
Vemos lo que queremos
ver, y entendemos el mundo como lo queremos entender, y nos resistimos
fieramente a admitir que las cosas puedan ser de otra manera. Pero hay algo aún
más sorprendente: con nuestras expectativas, modelamos el mundo según la imagen
que tenemos de él; nos las arreglamos para empujar los sucesos en la dirección
que esperamos. Un ejemplo de ello son las famosas profecías autocumplidas: si
estamos convencidos de que alguien tiene que caer, es probable que -incluso sin
darnos cuenta- le pongamos la zancadilla.
Así las cosas, es muy
poco probable que cambiemos nuestra actitud hacia otras personas, y de ahí que
sea tan fácil que se inicie un conflicto y tan difícil que se resuelva. Con
esto sucede también algo curioso: por lo que respecta a nuestro concepto de los
otros, es más fácil cambiar a peor que a mejor. Desde la teoría de la
disonancia, tiene sentido: cambiar a mejor siempre nos pone contra las cuerdas,
hace evidente que nos hemos equivocado y hemos sido injustos; en cambio, cuando
alguien nos decepciona, siempre podemos atribuirle la responsabilidad a él, y
pensar que nos había engañado. Nadie, o casi nadie, da una imagen
deliberadamente depravada; en cambio, todos, o casi todos, procuramos mostrar
nuestra mejor imagen, y esa es la que se desmorona cuando cometemos un error.
Festinger consideraba
que la disonancia funciona cognitivamente, es decir, desde las ideas: son los
choques de convicciones los que nos crean malestar y nos impulsan a negar lo
que no encaja en nuestra visión de las cosas. En la época de Festinger estaba
en auge la psicología cognitiva, que entendía la mente como una especie de
ordenador, un procesador de información. Es evidente que, en buena parte,
acertó: si estoy convencido de la mala sombra de mi vecino, solo veré en él
malas intenciones. Sin embargo, creo que Festinger se quedó corto: ahora que
está de moda reivindicar las emociones, habría que pensar, tal vez, en una
disonancia emocional. Porque las relaciones humanas se guían más por los
sentimientos que por las ideas; o, mejor dicho: las ideas obedecen casi siempre
a los sentimientos, se acomodan a ellos, los desarrollan y los apuntalan. El
comienzo de la antipatía es casi siempre visceral (puede deberse a detalles tan
irracionales como un gesto que nos recuerda a nuestra madre, o un tono de voz
que nos desagrada); detrás de ella vienen las razones para confirmarla: el
antipático es sucio, inoportuno, desagradable, estúpido o malicioso. Siempre es
fácil encontrar razones que nos den la razón, e ignorar las que nos
contradicen. De este modo, hacemos que nuestra vida tenga un aspecto más
sencillo.
Pero la vida es
compleja y siempre se nos escapa por alguna rendija. Por eso, eludir la
disonancia requiere un esfuerzo permanente, una extenuante tarea que, en
definitiva, suele acabar fracasando. Sospechemos de nuestros prejuicios, de
nuestras conclusiones precipitadas, de nuestras actitudes estereotipadas hacia
los otros. Porque los otros siempre están más allá de nuestro criterio
unidimensional. Nuestras ideas no serán nunca más que ideas, estampas
incompletas que se lleva el viento de la realidad, que, por suerte, siempre
acaba por arrastrarlas, como a la hojarasca, dejando al aire un mundo mucho más
complejo y cargado de matices de lo que nuestras simplificaciones podrían
captar.
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