Siempre me han
fascinado los errores. Desconfío de todo lo que suene a heroico, tal vez porque
siempre me supe incapaz de alcanzarlo. En la despreciada pequeñez de los
errores alienta la grandeza de un pertinaz empeño del mundo por llevarnos la
contraria. Avanzamos, convencidos, por el camino de la perfección y entonces
tropezamos. Esos tropiezos nos dan la oportunidad de bajarnos del pedestal en
el que parecemos destinados a soñarnos; renunciar a las nostalgias de grandeza
que nos dejó la tierna infancia, al decir de los psicoanalistas. Recuperar
nuestra verdadera medida, y, si tenemos la suerte de asumirla con ternura y
humor, tal vez la verdadera sabiduría.
Somos criaturas
siempre inacabadas, sonámbulos que avanzan a tientas soñando con una luz
diáfana y eterna. Los errores nos recuerdan hasta qué punto estamos y estaremos
incompletos, y cómo nuestros sueños de grandeza no van más allá de simples
quimeras. Kahlil Gibran, tan nietzscheano, proclamaba la lúcida locura del que
se convierte en puro arrebato; los errores revelan cuán loca puede estar
nuestra lucidez. El fanático es el que se cree en posesión de una verdad
incuestionable, una verdad más grande que la propia vida; y de ese modo comete
el peor error de todos, que es el de negarse a contemplar la posibilidad de
estar en un error.
La mayoría de los
panteones divinos incluyen a un dios torpe o rufián, un dios tramposo que goza
frustrando los excelentes planes de los humanos. Es el trickster, el pícaro divino, el desobediente, el transgresor. El
que se burla de las mejores intenciones de hombres y dioses, insinuando que
quizá no sean tan buenas ni tan prístinas. Todos hacemos trampas, y las peores
son las que ocultamos bajo nuestras bondades más convencidas. Cuando Hermes o
Loki nos ponen una zancadilla, tal vez no hacen más que revelar nuestras
mentiras; el embaucador merece ser embaucado. Al final de nuestra
grandilocuencia se impone la realidad de nuestra insignificancia, y debemos
admitir que no éramos más que humanos. ¿A quién queríamos engañar?
Pero este baño de
realismo, aun resultando saludable, no es lo más fascinante de los errores. Si
nos sobreponemos a ellos, si los aceptamos como una parte tan incómoda como
auténtica de nosotros, si abrimos las ventanas a sus ráfagas desbaratadoras,
tal vez descubramos que nos dejan un regalo. Lo más extraordinario de los
errores es que, al cuestionarnos, nos dan la oportunidad de aprender y ser
mejores. Los errores son puertas a dimensiones inesperadas, respuestas que nos
enfrentan a preguntas inéditas. En cierto modo, son relámpagos de creatividad,
o de la creatividad ignota de la vida. Aunque estemos hechos para no desearlos,
podemos al menos aprovecharlos: para aprender, si somos capaces, o para
explorar, si nos atrevemos; y si no es posible una cosa ni otra, podemos al
menos reír, reír de tanto como de risible hay en nosotros, burlarnos con los
pícaros divinos de nuestros delirios de omnipotencia; y aceptar, y practicar
paciencia y humildad, como no dejan de aconsejar los budistas.
Tal vez admiremos al
envarado don perfecto, incluso cuando lo odiamos, que es otro modo de admirar;
pero nadie nos inspira más confianza que el que se ríe de sus errores. Hay algo
en nosotros que descansa cuando otro se equivoca; pero nada nos relaja más que
compadecernos con una sonrisa de nuestras meteduras de pata.
Los errores son algo
muy curioso, que habría que analizar detenidamente. La propia existencia de los
errores parece ser un error. Una máquina no se equivoca: tal vez se estropea,
pero si funciona bien no comete errores. En cambio, los humanos cometemos
errores constantemente. Es como si estuviésemos hechos para cometerlos, como si
cumpliesen una función.
En sentido estricto,
tampoco nosotros cometemos errores. Quiero decir que para el mundo nuestros
errores son solo una posibilidad más en la dinámica de las cosas, ni mejor ni
peor. La idea de error es una valoración que hace una mente que juzga, es
decir, que tiene un proyecto y por tanto un modelo hacia el que dirigirse. Un
error es toda actividad que contradice ese proyecto, que no se ajusta a ese
modelo. El error es todo aquello que no es coherente con la intención, y que
por consiguiente no emana de la intencionalidad, de la voluntad.
En el sentido expuesto,
un error es equivalente a una limitación. Tengo un objetivo, organizo mi
actividad hacia él, y de pronto hago algo que no entra dentro del plan, que lo
contradice. Quiero ser un buen padre, pero un día se me escapa una bronca
injustificada. ¿Qué ha sucedido? Que ha habido una parte de mí que no he podido
controlar (por ejemplo, la fatiga, la ansiedad, la falta de atención...). Los
errores son conductas que escapan al control de nuestra voluntad.
¿Por qué sucede eso?
Porque la voluntad es solo una parte de mí; y sus planes son solo parte de los
planes de mi ser. Al fin y al cabo, no soy más que un organismo, con
necesidades y vulnerabilidades. Los errores surgen de esa contradicción entre
distintas partes de mi ser; y por si fuera poco, incluso mis deseos y mis
intenciones son casi siempre contradictorios (quiero ser a la vez buen padre y
buen escritor, o buen amigo, o buen...), compiten entre ellos por mis recursos.
El resultado es que soy un cúmulo de contradicciones. Los errores se cuelan por
ellas. Compito conmigo mismo y a veces sucede que me gano.
Desde el paradigma computacional, el error, en
definitiva, equivale a un desbordamiento de los recursos, sea por exceso de
tarea, o sea por contradicciones entre tareas simultáneas. Un ordenador se
colapsa cuando se le asignan tareas que desbordan su memoria y su capacidad de
procesamiento. Pero esta me parece una visión simplista de los errores. Me
gusta pensar que tras ellos hay también algo creativo. Tal vez haya errores que
buscamos inconscientemente, sea por contradicción interna, sea por pura
creatividad. El error es la grieta por la que lo creativo se da su oportunidad.
Es un momento de desconcierto en el que nos tomamos la libertad de jugar con
nosotros mismos, de explorar algo nuevo, de ser diferentes a lo que hemos decidido
que somos o que queremos ser. Desde este punto de vista, el error no sería
fruto de la carencia (de la limitación), sino de la potencialidad.
Equivoquémonos con esa esperanza.
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