Tal vez haya cosas que no
deberíamos saber, y que es temerario preguntar. "¿Le habrías elegido a él, si él te hubiese querido?": preguntar algo así es tentar a la suerte, es ponerse puntilloso con lo que buenamente se nos entregó. "Dime todo lo que no te gusta de mí", es acorralar a los demás y obligarles a que nos dañen. Los ojos prefieren no verlo todo, porque el corazón no quiere sentirlo todo. No siempre la verdad nos hace
libres: a veces nos somete; porque la verdad, como todo lo puro, tiene a menudo
algo de despótico.
Cuando la decimos,
nos libera del esfuerzo laberíntico en el que nos sumen las mentiras; pero
estrecha nuestro camino y le roba muchas bifurcaciones que nos prodigaría la
ambigüedad. Decir la verdad es darle definición a nuestro retrato, a menudo de
maneras que no le hacen del todo justicia. Si admito haber traicionado, será
inevitable que los demás me vean como un traidor: esa mancha quedará para
siempre como un abismo de desconfianza entre nosotros; y tal vez solo lo fui
una vez, o lo fui casualmente, o lo fui sin querer, o lo fui porque no tuve
otro remedio. Tal vez opté por una traición que evitara otra mayor. Hay
mentiras que son imperdonables, pero hay verdades que lo son más. Y, una vez
dichas, ya no hay vuelta atrás.
"Me acosté con
otra", confiesa el marido infiel, esperando que su declaración sea tomada
como una muestra de respeto, de valor, de confianza; esperando que, después del
disgusto, se le perdone y las cosas vuelvan a ser como eran. Pero las cosas ya
no pueden volver a ser como eran después de la verdad, porque esta corta de un
tajo el paisaje y nos deja sin nada, desmorona como un terremoto lo construido
y desde ahí hay que construir algo nuevo que ya no podrá ser lo mismo, que
deberá incluir, necesariamente, ese desliz, ese engaño, esa traición. Perdonar
es más difícil que comprender; pero aún es más difícil volver a confiar no en
quien nos falló (todos fallamos de un modo u otro), sino en quien nos lo hizo
saber, quien nos obligó a mirarlo de cara y a tomar partido. Mientras
permanezco en la ignorancia, incluso mientras sé pero parece que ignoro, puedo
hacerme el desentendido; pero cuando las cosas se me presentan con la
rotundidad de un hachazo, ya no puedo esquivar mi libertad, ya soy responsable
-ante los demás, y sobre todo ante mí mismo- de cómo me sitúe ante esa
irrupción de la certeza.
Así que la esposa
despechada tiene que decidir entre el amor y la dignidad, entre la ofrenda y la
herida, entre los innumerables recuerdos gozosos (pero desvaídos) y la escueta
contundencia del presente (inapelable, rotunda frente a ella), entre la vida
hecha y la vida rota. Y tendrá que decidirlo muchas veces, porque la pregunta
siempre regresará como un desafío, nunca estará cerrada del todo. El perdón
pocas veces es definitivo. "Te amo aún, sí, y sé lo que pierdo, pero ya no
puedo estar contigo", es la respuesta muchas veces, y es comprensible que
esa sea la sinceridad que se ha ganado la nuestra. "Una sola vez marca la
diferencia", le responde a Locke su esposa -en la película que lleva su nombre- cuando la somete a la crudeza
de su confesión. Así que, cuando la escuchamos, tampoco nos hace siempre más
libres la verdad: nos da elementos más fiables para elegir, pero esos
elementos, a menudo, vienen con su propio requerimiento, nos ponen contra las
cuerdas, no nos permiten escoger la huida.
La verdad, en este
sentido, nos acorrala. Con su potente luz, hace más plana la proyección de
nuestro perfil, y en este sentido traiciona a esa otra verdad más verdadera que
es el mundo real, hecho de colores indefinidos y de penumbras. A veces el
silencio es la verdad más justa. "O la que más te conviene", se me
replicará. Sin embargo, ¿por qué no
habría de ser justo lo que me conviene? ¿Por qué no habría de ser, incluso, lo
que nos conviene a todos los implicados? Siguiendo la máxima de los griegos,
habría que decir solo aquello que hace bien.
¿Habrá que concluir,
entonces, que a veces es mejor la mentira que la verdad? Desde una moral
abstracta como la de Kant, una moral basada en la vocación de juicio objetivo,
la respuesta siempre será que no: la mentira nunca es defendible, porque nos
convierte en verdugos o en víctimas, porque nos roba una parte de nuestra
entereza o de nuestro criterio. Hay que aceptar que la mentira es mala. Y, sin
embargo, la vida es sinuosa, nuestra naturaleza es múltiple y ambigua, y muchas
veces la verdad no hace el mundo más justo. Si un disimulo puede hacer más
fácil que colaboremos, y si ambos saldremos ganando, ¿no equivaldría la verdad
estricta a una agresión, a una abusiva destrucción de nuestro proyecto? La
discreción, el tacto, la cortesía, sin duda tienen a menudo su dosis de
hipocresía, pero, ¿podríamos convivir sin ellas? En definitiva, ¿podríamos
convivir afrontando permanentemente la verdad cruda? Probablemente no; así que
mejor optar por una verdad cocinada, pasada por el cedazo de las debilidades
humanas.
Por otra parte, ¿quién nos asegura que estamos en
posesión de la verdad? ¿Hasta qué punto la realidad, que es compleja, se puede
resumir en una sola declaración, dejando de lado los múltiples matices que la
acompañan y que también son verdad? ¿Realmente te traicioné, si fue un instante
de debilidad que luego enmendé en seguida? ¿Realmente fui tu enemigo, si me dejé
llevar por una ráfaga de rabia, o de celos, o de ansia, o de confusión, o de
pena desesperada, y poco después recuperé el dominio y volví a ser quien quiero
ser, quien tú conoces y amas, y lo fui aun mejor que antes, cuando no había
sido puesto a prueba? ¿No estoy aquí? ¿Qué importancia tiene que me desviara en
lo más profundo de la noche? Verdad, sí; pero no a cualquier precio; no a toda
costa; no por encima del barro humano: la justa y en su momento.
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