Los apegos, los deseos… Felices ráfagas que avivan nuestra hoguera y luego, a menudo, la apagan, dejándonos más desamparados. Convulsos mapas de un territorio en perpetua evolución, una patria que tiene aspecto de hogar y sin embargo acaba por dejarnos solos. El deseo que se realiza tiene siempre algo de tristeza, la que nos inspira la extinción del propio deseo; el deseo frustrado es un pantano amargo que nos hunde en sus arenas movedizas. Por eso, porque ninguna de sus alternativas es buena, muchos sabios reniegan de los deseos. Buda, Séneca, Schopenhauer, desconfiaban de las dulces nostalgias; Spinoza y Comte-Sponville rechazan la esperanza por lo que tiene de vana irrealidad. Pero nosotros, que no somos sabios, sino meros seres humanos, hambrientos y soñadores, no podemos dejar de desear; y quizá ni siquiera debamos. Un deseo nunca acaba en sí mismo, siempre remite a algo que está más allá de él: a la ilusión de un futuro, a la ceniza de un paraíso perdido. Un deseo, p...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida