Se dice que el éxito, en especial cuando es repentino, descomunal o no del todo justificado, se convierte en un engrudo de mala digestión. El fracaso sabe a familiar, el triunfo es siempre intempestivo. Ahí están, por ejemplo, los conflictos que desbordan a quienes saltan de repente a la fama: cuántos no se sumen en la depresión y son pasto de las adicciones. Tiene sentido, y por muchas razones. De entrada, el éxito reclama ser conservado, pone alto el listón de nuestra autoestima y la adosa sin resquicios al reconocimiento ajeno. El éxito, sobre todo cuando implica una fuerte presión social, ahonda un tipo especial de vulnerabilidad: la dependencia del aplauso y de la fama. Por eso es adictivo y por eso siempre quiere más. Hay que ser cuidadoso con la nube en la que nos envuelve la admiración, porque si perdemos de vista su inconsistencia, si permitimos que tome las riendas, si nos apoyamos demasiado en sus embriagadoras caricias, podemos caer desde muy alto. Es lo que po...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida