La sinceridad, como todas las virtudes, tiene su oportunidad y su arte. Mantenerse fiel a la verdad es encomiable y valiente, pero a veces la franqueza resulta superflua, y otras, simplemente inoportuna, como la ayuda al que no la quiere o la gracia con quien no nos soporta. Los años le hacen a uno cada vez más aristotélico: hay bondades que están de más, bondades cándidas que se desperdician donde sería más apropiada la mera corrección cívica, y entonces dejan de ser buenas y más bien parecen un poco bobas. Hay una sinceridad que habla demasiado, una sinceridad charlatana y atolondrada, demasiado explicativa, como los narradores principiantes o los verborreicos compulsivos. No digo que, así, en abstracto y por norma, sea preferible mentir, aunque en lo concreto ya se haya demostrado de sobras que a veces lo es, a despecho de Kant. El alemán sentenciaba en su imperativo categórico que hay que comportarse como si nuestros actos tuvieran que ejercer de norma universal. Se olvidaba de qu...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida