Creo que Freud fue uno de los primeros en señalar abiertamente la ambivalencia de todas las relaciones humanas: todas, incluidas las que nos parecen y hacemos parecer incólumes, tienen una vertiente de atracción y otra de rechazo. Sucede así que, mal que nos pese y para beneficio de la complejidad de la vida, el mundo afectivo es más multifacético y dinámico de lo que solemos admitir: no lo amamos todo en quienes más amamos, ni nos inspiran solo odio los que tenemos por enemigos; a menudo la frontera entre lo atrayente y lo repelente es vaga y porosa, como prueba la facilidad con que saltamos de un lado al otro. Hay ambivalencias felices, que nos libran de supuestos amigos que no valían la pena o nos dispensan gozosas simpatías de quien no las habríamos esperado. Y hay, sobre todo, ambivalencias trágicas, que resquebrajan la complicidad de una pareja o tensan el lienzo de relaciones decisivas, abriéndolas por las costuras. Conviene seguir de cerca estas últimas, porque a menudo...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida