Me doy cuenta de que mis momentos más felices han sido aquellos en que los deseos parecían a punto de caer como fruta madura, pero aún no estaban colmados por completo. Momentos en los que me embriagaba con el presentimiento de algo maravilloso que podía estar a punto de suceder, aunque no fuese seguro, aunque no fuese ni siquiera probable: bastaba con soñar que sucedía, con sentir cerca el objeto del deseo y fantasear que, al tenderle la mano, la tomaría sin dudar, como si solo hubiese estado aguardando esa señal: yo sería el elegido y vendría conmigo. Si me encontraba en una situación ingrata, tenía la oportunidad de animarme pensando que mi esfuerzo era el precio que pagaba por esa inminente felicidad, o que, en cualquier caso, la redención ya me rondaba y era cuestión de tiempo que se me entregara. Y si, en cambio, ya me sentía contento y satisfecho, multiplicaba mi satisfacción con la perspectiva de dichas mayores que me estaban esperando. La felicidad más intensa, pues, tiene