La maldad es un ejercicio de poder. No hace daño el que quiere, sino el que puede. De hecho, cabría pensar que es el poder más genuino, el que se siente más a sí mismo como poder; ya que el poder es la capacidad de imponer a los otros la propia voluntad. ¿Cuándo se manifiesta más claramente esa capacidad que en las circunstancias en que se impone contra la voluntad del otro, o sea, en que le vulnera? ¿Y no es ese daño una maldad? Y la dulce, aun perversa, sensación que suele acompañar a esa maldad, ¿no surge precisamente del hecho de estar experimentando el poder con ella?