Un amigo siente curiosidad por mi soledad sonora. Le cuento que me iré tres días a la montaña, y me pregunta cómo lleno el tiempo yo solo. Muy sencillo… ¿O no tanto? Paseo tranquilo, sin grandes pretensiones. Saboreo cada paso, fascinado por las florestas, buscando estampas que pidan una foto. Me curan el silencio del bosque y el rumor del agua. Si encuentro una buena panorámica, saco mis lápices de colores. Cuando estoy inspirado, escribo. A la hora de comer regreso al pueblo, si no llevo un bocadillo. Luego subo a la habitación y echo una breve siesta; o, en el campo, procuro tenderme en un prado, y me duermo mirando las nubes. Por la tarde ―ahora que los días vuelven a ser largos― doy otro paseo, y todo lo mismo. Cada rincón verde y discreto es un regalo, huele a húmedo y a felicidad. Al declinar la luz regreso al hostal; me ducho; ceno. Salgo a tomar el fresco; a las afueras del pueblo contemplo el cielo estrellado, intentando imaginar que el firmamento está abajo y no me ca...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida