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Mostrando entradas de julio, 2020

Ética del lamento

Soy de esos que prefieren llevar el malestar apretado entre los dientes, disimulando ante los demás y guardándome las lágrimas y la autocompasión para mis retiros solitarios. Nunca he considerado tal reserva una virtud. No lo hago porque me parezca lo adecuado, y aun menos por demostrar entereza, más bien al contrario: callando solo me siento más seguro. Me puede la convicción, irracional pero grabada a fuego desde la infancia, de que nada de lo que me pase le importará realmente a nadie.

Me dicen que soy inseguro

Las relaciones humanas, en el fondo tan simples, se alambican hasta el infinito en su multiplicidad de significados y de matices. Somos muchos en uno; una endiablada red de deseos, proyectos, temores, juicios y sensaciones, a menudo contradictorios, y en buena parte inconscientes. Si no nos entendemos bien ni siquiera a nosotros mismos, ¿cómo vamos a hacernos una idea acabada de lo que son los otros, de sus motivaciones y sus reparos, sus huidas y sus defensas?

La tarea de amar

El amor ― cualquiera de ellos: ternura, amistad, enamoramiento… ― es emoción y prodigio: germina, florece, se marchita, siguiendo sus propias, misteriosas leyes. Pero es también tarea, puesto que quiere durar. En la confluencia de esas dos dimensiones del amor cobra sentido la noción de “arte”, que consagró el psicólogo Erich Fromm. El arte de amar marcó mi generación, cambiando de raíz el concepto posromántico que nos inculcaban las películas. Su inestimable legado tiende a desvaírse en la tumultuosa ruleta de la posmodernidad.

El agua rechazada

Tendría cinco o seis años cuando mi padre nos llevó de paseo por el campo a un amigo y a mí. Hacía calor y teníamos sed. A las puertas de un viejo monasterio había una fuente, pero estaba alta y los niños no alcanzábamos. Mi padre hizo un hueco con las manos y nos dio de beber en ellas.