Soy de esos que prefieren llevar el malestar apretado entre los dientes, disimulando ante los demás y guardándome las lágrimas y la autocompasión para mis retiros solitarios. Nunca he considerado tal reserva una virtud. No lo hago porque me parezca lo adecuado, y aun menos por demostrar entereza, más bien al contrario: callando solo me siento más seguro. Me puede la convicción, irracional pero grabada a fuego desde la infancia, de que nada de lo que me pase le importará realmente a nadie. Desde el punto de vista psicológico, sé que esa desconfianza tan arraigada merecería una reflexión aparte (se adivina en ella la rigidez de un anhelo desbordado y poco realista), pero lo que aquí pretendo es encarar ese curioso fenómeno que es el lamento desde un punto de vista más objetivo, juzgándolo según las tres preguntas de la ética: ¿Qué es lo correcto? ¿Qué me hace bien? ¿Qué hace bien a los demás? La primera pregunta es siempre la más espinosa, porque versiones de lo correcto hay de t...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida