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Mostrando entradas de junio, 2017

Prejuicios y afectos

Es asombrosa la habilidad que tenemos para darnos la razón a nosotros mismos. La mayor parte de los conceptos que nos hacemos de los otros en nuestra convivencia con ellos obedece, más que a atinadas evaluaciones, a los meros sentimientos que nos despiertan espontáneamente. Si a menudo no nos damos cuenta es sencillamente porque no nos interesa, porque necesitamos reafirmarnos, y por eso disfrazamos los afectos originarios bajo un aluvión de razones supuestamente buenas. Partimos de una convicción egocéntrica, primitiva, irracional, pero tremendamente eficaz: si alguien nos cae mal es porque tiene que merecerlo; entonces nos dedicaremos a coleccionar pruebas de sus depravaciones. No es una tarea difícil: si se pone suficiente atención, siempre se puede encontrar algo despreciable en cualquiera, sobre todo si eso es lo único que buscamos, rechazando por insignificante cualquier pista de lo valioso. El resultado final, hecho a nuestra medida, es que invertimos el orden de los factores: ...

La colmena electrónica

No soy muy dado a las comunicaciones, tampoco a las electrónicas. Tal vez por eso, todavía me asombro cuando veo cuánta gente va por la calle escrutando y manoseando pantallitas de móviles. ¿Alguien mira las casas, la gente, el paisaje? ¿O ya nadie puede escapar de ese pozo de mensajes a través de las pantallas? Esta tarde, viendo a la gente caminar sin mirar más allá de su mano, he cobrado conciencia de hasta qué punto las comunicaciones electrónicas nos han convertido en terminales de una red formidable, una infinita telaraña de palabras que nos mantiene a todos conectados unos a otros permanentemente, como abejas apretujadas en una colmena cibernética, construyendo entre todos una virtualidad que acaba siendo más real que el mundo material. Tampoco vamos a exagerar: el mundo sigue existiendo. Seguimos siendo un cuerpo que atraviesa el aire sobre la tierra, que choca y sufre y goza y envejece. La gente sigue reuniéndose, conversando, peleando y riendo; nos gusta disfrutar la buena...

Testigos y cómplices

¿Quién no se ha encontrado con una de esas personas que hablan y hablan de sí mismas sin escuchar, que hablan con verdadera voracidad, ocupando todo el espacio y sin dar cuartel a la respuesta del otro? Son traidores del justo intercambio, parásitos del tiempo, sitiadores de la paciencia. Nos hacen sentir objeto de un abuso, una violencia, una anulación. Mi madre, que siempre fue una eficaz escuchadora (y de ella debí aprenderlo yo), tenía una amiga destacada en estas lides, una profesional de la cháchara egocéntrica, que llegaba incluso a ofenderse si se le interrumpía; un día llegó a contarle que se había pasado horas agobiando a otra persona, pero le daba igual, porque “se había quedado nueva”. Tal vez hablaba para no tener que escucharse a sí misma. Al margen del narcisismo recalcitrante ― y probablemente primitivo, o al menos neurótico ― que manifiestan estas personas, al margen de la cosificación a la que nos relegan al tratarnos como meros instrumentos de su vómito existencia...

Los suicidas

Como nos sucedía de jóvenes con nuestras amantes esquivas, solemos amar la vida incluso cuando nos hace daño. Estamos programados para hacerlo: sin esa impronta, probablemente ni siquiera habríamos llegado a existir, dado que a nuestros antepasados les habría faltado fuerza para sobrevivir el tiempo suficiente para reproducirse. La evolución seleccionó a sus amantes más fieles. Sin embargo, yo creo que hay algo más: amamos la vida, tantas veces ingrata, sencillamente porque somos vida, porque fuera de ella no hay nada. Y, no obstante, a veces nos pesa el desánimo y parece que tanto ardor no valga la pena. O, mejor dicho: no vale la pena en unas circunstancias determinadas. Querríamos vivir, pero no así. En ese punto clave que casi todos hemos afrontado, algunos eligen poner punto final. Tal vez porque sucumben, o bien por rebeldía. Movidos por una grandeza extraña o por una pequeñez insoportable. Huyendo o plantando un último desafío. De un modo u otro, salen al paso de un destino q...

Me río de mí

Pocos deportes más sanos que reírse de uno mismo ― para lo cual nunca nos faltará ocasión ― , siempre que lo hagamos sin malicia, con una mirada a la vez picante y compasiva. Porque quien se dedica a sí mismo risas crueles sin duda las reservará para los demás. La gravedad dramática solo parece más verdadera porque es pesada ― o sea, grave ― y se va al fondo, como las monedas. Pero no estamos hechos para vivir siempre en la profundidad; si no subimos en busca de aire, nos asfixiamos. Es cierto que allá abajo hay muchos tesoros, pero la mayoría de ellos son reliquias de barcos hundidos, bajeles que fueron hechos para flotar y surcar los océanos, y a los que una guerra o una tempestad interrumpieron la singladura. En definitiva, en las profundidades encontraremos hermosos restos de lo muerto: fantasmas. La existencia, como dijo el otro, es grave y terrible, pero no seria. Hay en ella mucho de humor cósmico. ¿Se puede considerar serio el hecho de existir? Más bien parece una broma, ...