No sé si hay cuestión más dramática y paradójica, más dolorosamente humana, que la del sentido. Esperamos que nuestra existencia esté justificada, aunque desconozcamos el tribunal; que merezca la pena de algún modo, aunque nadie tenga una idea clara de qué modo pueda ser ese. Tal vez en la impresión de haber servido de algo, como nuestras herramientas y nuestros trabajos, que se explican respondiendo a la pregunta: ¿para qué? O insinuando, al menos, de dónde procede, quién o qué la fundó, y —una vez más— con qué propósito. A pocas vueltas que se le dé, la pregunta por el sentido pierde todo el sentido. Y, aun así, nos sigue estremeciendo como un escalofrío ante los cielos estrellados y en las horas oscuras. La vida no necesita sentido. Se basta a sí misma, suceder es toda la cuenta que espera y que da. El ser es, y se agota siendo. Arrojado en medio del vacío, cumple con el impulso de perpetuarse y perece sin profundidad. ¿Por qué habría de mirar más allá? Nuestro problema reside ...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida