(Redacté estas líneas el 3 de junio de 2013. No sé qué mosca me picaría, después de tantos años, para iniciar otra vez un diario. Hacía poco que me había quedado solo, quizá me carcomiera la insoportable levedad del ser. El proyecto no fructificó. Pero releo este prólogo y me gusta). Un diario propiamente dicho me da mucha pereza. Jalear con detalle la aburrida cotidianidad es un festín egocéntrico que a estas alturas me resulta demasiado tosco. En la juventud, cuando mi vida me parecía tan importante, tuvo su sentido; tal vez me sirviera para sufrir un poco menos, porque escribir es objetivar las cosas, ponerlas un poco fuera, expulsarlas a un escenario que parece ajeno. Con el tiempo me abrumó caer en la cuenta de que no hacía más que repetir una y otra vez hechos idénticos, regodearme en el calco de lamentos triviales. Mis diarios eran la muestra palpable de cómo mi vida consistía en un tiovivo de diámetro más bien estrecho. Por aquel entonces no había entendido a Nietzsche y aún es...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida