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Mostrando entradas de enero, 2024

Multitud

En una película de Woody Allen, vemos a dos amantes en la cama. No yacen solos. Junto a cada uno de ellos, también entre las sábanas, están sus padres. Estos meten baza grotescamente en el diálogo entre los amantes, salpicándolo de confusión.  La escena nos inspira una hilaridad inquietante: todos hemos tenido la sensación de ser más que nosotros mismos, de estar flanqueados permanentemente por un tumulto de personajes. No todos son igual de decisivos, pero cada uno ejerce sutiles influencias sobre nuestra conducta. Juzgan, interrumpen, ordenan, protestan; discuten entre ellos, y se relacionan a su modo con los que bullen en torno a las personas que nos cruzamos. Somos multitud.  ¿Quién habla cuando hablamos? ¿Quién decide cuando actuamos? Y, sobre todo, ¿quién siente cuando sentimos? Freud ya sugirió una instancia psíquica en la que reside la interiorización de las imposiciones de los progenitores: el agrio Superyó. Al atribuirle una función meramente represiva, pecó de parcialidad.

Palabras sanadoras

¿En qué consiste el poder de una terapia basada en la palabra? Si tiene alguno, es la posibilidad de reconstruir relatos. Reformular sentidos, pero sobre todo lugares y roles. Mientras contamos nuestra vida, nos la estamos contando a nosotros mismos: creamos y consolidamos nuestro relato. Porque al fin una vida es una historia, pero sobre todo por el hecho de que hablar es una interacción, y toda interacción es una trama, un despliegue de papeles, de personajes y de asuntos.  En cada nueva versión, por consiguiente, tenemos la oportunidad de recrear el relato, de corregir aquello que lo hace tropezar; no porque necesariamente estemos confundidos, sino porque hemos quedado cautivos de una manera de interpretarlo. No hay relatos acertados o erróneos: hay narrativas restringidas o bien capaces de contener una multiplicidad de matices. Al hablar tenemos la oportunidad de incorporar nuevas versiones de la historia, nuevos matices de la complejidad.  Hablar, pues, es curativo en sí mismo,

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Abandono

¿Cuál es el miedo más grande de un niño, y por ende para la mayoría de los adultos? El atávico temor a ser abandonado. En nuestro pasado tribal, para un pequeño, perder a sus padres o que estos lo repudiaran equivalía a la muerte.  Deshacerse de vástagos puede haber servido como recurso desesperado para sobrevivir a la escasez y la hambruna. No en vano, muchos cuentos populares tratan sobre niños extraviados o huérfanos.  ¿Habrá quedado esa amenaza original anclada en algún sector profundo de la psique? Si esta hipótesis es cierta, el temor infantil al abandono surge asociado a la amenaza de la muerte. Ser abandonado equivale a ser aniquilado, es confirmar la nada ( nihil ) en la que uno consiste. Un niño no teme directamente a la muerte, puesto que aún no tiene un concepto claro sobre ella. La muerte es la sombra vaga de un recelo que el niño percibe en el aire, pero que aún no concibe: incluso a los adultos nos cuesta aceptar la idea de que vamos a morir. En cambio, la experiencia