Razones para el pesimismo nunca faltan. Tampoco para un cierto optimismo (al fin y al cabo, queremos vivir), pero estas siempre nos parecen más frágiles, menos convincentes, como los matojos que pueden ser arrasados por el manotazo de una sola riada. Lo bueno siempre parece volátil, alzado fatigosamente a contrapelo del mundo, mientras que lo malo se impone en un momento, lo malo es lo que queda invariablemente tras lo bueno, y para que llegue solo hace falta esperar. Por eso nos parece más real, más consistente. Es como si hubiese un sustrato de desgracia que siempre acaba por emerger, más tarde o más temprano, en cuanto algo sacude la fina capa de lo feliz. Como si lo bueno fuese la excepción, un lujo, una rareza que hubiese que remontar con sangre y sudor por la ladera de Sísifo, para ver cómo luego, en cuanto flaquean las fuerzas o aflojamos por un instante, se nos escapa rodando cuesta abajo, y se hunde al fondo en un momento. El pesimismo posee la razón incólume de los hec...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida