La sustancia del mundo está hecha de extraños, que forman parte de ese telón de fondo anónimo sobre el cual se proyecta nuestra vida. Los extraños nos son ajenos, no están más entreverados con nuestra vida que las calles por las que nos los cruzamos o las tiendas en las que hacemos cola tras ellos. En cierto modo, no los vemos, o no más que a un árbol o una farola. Sabemos que se parecen a nosotros, y por eso tenemos noción de su dignidad, de sus alegrías y sus sufrimientos; intuimos que tras cada uno de esos rostros desconocidos se esconde una historia tan candente como la nuestra, pero es una historia que no nos concierne, una historia en la que no tenemos ningún lugar, del mismo modo que ellos tampoco tienen lugar en la nuestra. Los extraños, aunque nos tropecemos con ellos, aunque los sintamos apretujados contra nuestro cuerpo en un vagón de metro, incluso aunque nos pregunten la hora, son sombras en la pared de la caverna, discurren como aquel río de Heráclito en el que uno nunca...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida