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Mostrando entradas de noviembre, 2018

Secretos

Los secretos demuestran que el mundo es peligroso y nosotros vulnerables, que existen enemigos, que la fuerza de la verdad puede madurarnos, pero también arrollarnos, según quién la conozca y qué manos la esgriman. Callar no es mentir, aunque se le parece mucho: la ocultación es también un disfraz, puesto que escatima nuestra verdad a ojos ajenos. Mentira, entonces, necesaria, o al menos justificada: en el mundo podría haber miradas que busquen nuestro daño. Hay mucho en nosotros que no nos conviene que se sepa, y por eso todos hemos aprendido a ser hábiles en el disimulo. La antigua tensión entre el enmascaramiento y la revelación se repite, en forma de batalla, desde que tomamos conciencia del abismo que nos separa de los otros (de cada uno de los otros, y a menudo sobre todo de los que nos quedan cerca). Saber es ganar poder; permanecer agazapado en la penumbra es conservarlo. Los secretos, y también sus retoños las mentiras, curiosamente, hacen la vida interesante. Puede que...

¿Te aburres? ¡Disfrútalo!

El aburrimiento tiene sus propios dioses y sus propios dones. El aburrimiento es un hueco en la trama cotidiana por el que, si somos hábiles y dignos, lo nuevo encuentra su oportunidad: una ocurrencia, una inspiración, un recuerdo olvidado que tenía algo por decirnos… Hay que poder, hay que saber aburrirse. Porque si uno sabe aburrirse descubre que, en realidad, no estaba aburriéndose, sino abriéndose al mundo, descansando de la voluntad hiperactiva y dejando que la propia vida le tome de la mano. Es la ocasión de la creatividad, de la concepción de sueños imposibles que tal vez nos conduzcan a otros posibles, de la intuición que tal vez nos abra a lo inesperado. Los niños no soportan aburrirse porque no les hemos enseñado los dones del silencio, la paciencia, la creatividad… Trasladamos a ellos nuestra frenética necesidad de activismo, y procuramos atiborrar su tiempo de actividades organizadas, de tareas y entretenimientos. La cuestión es que siempre hay que estar haciendo algo,...

Pereza rebelde

La moral tradicional condena la pereza porque es un lastre, un impedimento para la construcción del proyecto humano. Los moralistas, defiendan la trascendencia o la productividad, nos quieren siempre laboriosos y atareados. Está bien: hay que trabajar. Pero también hay que mantener una cierta conspiración contra el trabajo, siquiera sea para que no se apropie (y no lo usen otros para apropiarse) de nuestra vida. Y en esa reticencia clandestina, en ese epicúreo reclamo de la existencia como disfrute, la pereza nos secunda como una afable cómplice. La pereza tiene su propia sabiduría. Es la gran economizadora, y nos ayudará a administrar bien las cuentas de nuestras energías, siempre que no se vuelva avara. Una vez más nos encontramos con ese camino medio que aconsejaba Aristóteles: todo en su justo equilibrio es un don, pero llevado al extremo se convierte en vicio y nos trae más problemas que soluciones. La pereza moderada, tomada con cautela e inteligencia, nos enseña a no dilapidar...