Ser religioso es relativamente fácil: basta con “dar el salto” del que hablaba Pascal, cerrar los ojos y entregarse al abrazo de la fantasía, que es blando y cálido y siempre nos compensa. Sostener la soledad de la razón, contra la dureza y el terror de la vida, es, en cambio, tarea ardua y con un ineludible dejo de angustia. Al fin y al cabo, somos seres frágiles y perdidos en un infinito indescifrable, y es verosímil que llevemos en los genes una tendencia atávica a personalizar y venerar lo desconocido, concibiendo con nuestra imaginación un universo de fuerzas ignotas y seres imaginarios que, si bien no ofrecen explicaciones coherentes, sirven al menos para llenar con algo el silencio aterrador con que responde el universo a nuestras preguntas angustiadas. Respuestas, en efecto: donde la razón se inhibe, la fe sigue adelante con el paso firme de los desesperados. Su fuerza reside en el sentimiento, en la convicción que ya ha renunciado a las contradicciones del pensamiento y se ...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida