No llevo un día en esta tierra de montañas y bosques y ya noto cómo me cura. Casi diría que lo noté en cuanto, ayer, tomé el desvío que iniciaba el ascenso al puerto. El coche subía y a cada avance a mi alma se le iba cayendo su material más pesado. El aire fresco de las cumbres me arrancaba piel muerta, que rodaba por las laderas como esas grandes piedras que las siembran. Hubo un momento en que me olvidé de mí para sumirme en la sosegada fascinación de alturas y de nubes, un aire ligero y misterioso que me restituía la inocencia. Mi alma abotargada se mece en el silencio y se ensancha en las perspectivas. Mis ojos cansados se tienden en los prados verdes. Respiro y parece que el mundo es liviano y la existencia nueva y habitable. En la montaña uno también siente miedo, y ese es otro de sus dones: nos restituye nuestra verdadera condición, tan limitada, haciendo parecer insignificantes nuestros logros pero también nuestros defectos: todo lo que confundimos con nosotros mismos. La...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida