Leer sobre las grandes batallas de la historia provoca sentimientos encontrados. Nos apasionaría, como hizo Jerjes en Salamina, poder contemplarlas en un cómodo trono desde un promontorio. Pero a la vez sentimos el alivio de librarnos del horrible espectáculo, el vértigo de tanta crueldad junta, el agolpamiento brusco de tantas almas a las puertas del Hades. Y, sobre todo, la inmensa suerte de librarnos del dolor y el terror, de poder contemplarlas tras el velo del tiempo, que las hace casi tan irreales y esquemáticas (buenos, malos, héroes, traidores…) como un relato épico. La grandeza se concibe en la distancia, cuando, al amor del fuego, uno puede dejar que la imaginación le estremezca con la bravura de Aquiles o la astucia de Napoleón, sabiendo que luego se irá a dormir, a salvo en su humilde trivialidad cotidiana. En el fragor de la contienda no debe haber sitio más que para el pavor, la consternación, la rabia atropellada y el dolor candente. La gloria la ponemos después, en l...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida