domingo, 1 de septiembre de 2019

El mito contemporáneo de la infancia

La infancia es uno de los más llamativos mitos contemporáneos. La infancia ha devenido una especie de tótem o paraíso perdido, en el cual los adultos nos refugiamos en busca de pureza, ternura, alegría y no sé cuántas cosas más. Perdóneseme si abuso de la caricatura, pero el niño se ha convertido en el producto por excelencia: un producto que “adquirimos” con la esperanza de que llene el profundo vacío de nuestras vidas adultas, tan hambrientas de afecto y de sentido, unas vidas con las que a menudo no sabemos qué hacer más allá de la producción y el consumo.
La aparición del hijo lo llena todo de magia y fascinación. Contemplamos a nuestros retoños con arrobo justificado: son algo que ha salido de nosotros, algo que en cierto modo sentimos como parte de nosotros, y entregarnos a ellos es un gozo y un privilegio. Sin embargo, ¿somos sinceros con nosotros mismos al endiosarlos como solemos hacer? ¿No estaremos supliendo con ellos determinadas carencias, como el ansia de sentido o la nostalgia de un afecto inocente y leal? ¿No les estaremos haciendo a veces (¡menuda responsabilidad!) responsables de esa “felicidad” que también hemos convertido en mito, objetivo supremo del individuo moderno y posmoderno?
Algunas de nuestras actitudes hacia los hijos, y el niño en general en tanto que tótem, parecen rozar excesos que habría que tildar de desmesurados hasta lo patético. Nos prometemos que le brindaremos esa felicidad completa que nosotros no tuvimos (“A mi hijo no le faltará de nada”), y, como paternales guerreros del antifaz, juramos que lo mantendremos a salvo de las incontables villanías de ese mundo cruel y desalmado que nos avasalló a traumas (“No permitiré que mi hijo pase por lo que yo tuve que pasar”), dispuestos a salir al paso de todos los villanos que podrían maltratarle (el maestro, el vecino, el abuelo, y por supuesto todos los demás niños, siempre potenciales enemigos). Todos, naturalmente, menos nosotros mismos, que somos sus caballeros y sus guardianes.   

Ser objeto de tantas expectativas es para el pequeño una presión que a veces debe resultar insufrible. Nos adelantamos a sus deseos, inundándolo de regalos inútiles que jamás pidió, y concediéndole a toda costa el más pequeño capricho antes de que salga de su boca. Los infantes captan esta dependencia que tenemos de su aprobación, y aprenden pronto a explotarla sin mesura; al fin y al cabo son personas, como decía el chiste. Saben que bastará con una leve lágrima para que se pongan en marcha todas las compulsiones de culpabilidad y de entrega por parte del adulto. La más leve molestia provocará un verdadero drama doméstico, y movilizará los más admirables heroísmos por parte de unos padres que no dudarán en atacar al maestro por el castigo inmerecido, el reclamo arbitrario o el descuido a la hora de evitar que se cayera mientras corría o que se peleara por la pelota con el compañero.
En el imaginario de muchos padres, los papeles tradicionales permanecen intactos, solo que se han invertido: una ofensa a su hijo cobra las proporciones de una imperdonable falta de respeto, mientras que en sentido contrario se trata únicamente de una justa manera de reafirmarse frente al torpe o malintencionado educador, al cual se ve como un mero prodigador de servicios (para eso le pagan) y no un modelo adulto al que hay que hacer caso y respetar. El educador es un instrumento más en ese país de las maravillas en el que pretendemos que crezcan nuestros hijos, y por eso le reclamamos la satisfacción esperada como lo haríamos con el camarero de un restaurante. Y eso es lo que muchos hacen cuando no les gusta el plato que le sirven a la criatura: arman la marimorena, amenazan con denunciar el supuesto fraude y cambian al niño de escuela como le cambiarían la camisa.

Así que los niños crecen pensando que el mundo es un gran bazar de objetos a su servicio, un parque temático volcado en su entretenimiento que no le reclama más que el que sus padres le paguen la entrada. Si el niño se aburre o se queja, si se le plantean incómodos límites o no se le presta una atención suficiente (y solo cuando es toda es suficiente), se le buscará a toda prisa una nueva atracción. Las recriminaciones del pequeño contra el adulto son siempre sagradas y no cabe cuestionarlas; he visto a padres que no se inmutaban al ver que su hijo gritaba, insultaba o hacía callar a un educador; y he visto a esos mismos padres amenazando al adulto cuando intentaba poner al niño en su lugar: “Que sea la última vez que le hablas así a mi hijo”.
Ni que hablar de la desautorización del adulto cuando el niño llega a casa y protesta por un castigo del profesor. El padre o la madre rudos y más heroicos se limitan a replicarle: “No le hagas caso, yo hablaré con él, no toleraré que te trate así”; otros, más sofisticados (y a menudo son los peores), pueden ironizar: “¡Menudo maestro! ¡Ese castigo es el mismo que le ponían a mi abuelo! ¿Para esto le han servido los estudios y la experiencia? ¡Un poco más de pedagogía es lo que tendría que estudiar!”. Son casos reales que he conocido en mi profesión. Por suerte, y para ser justos, no se trata de la mayoría, pero son unos cuantos y se hacen notar. Y, en cualquier caso, lo que sí hacen muchos es desconfiar de entrada de la tarea del educador, dar por sistema la razón al hijo e invitarle a hacer lo que le dé la gana.
Con estas actitudes, los padres van modelando a pequeños tiranos que proyectan en el mundo lo que ven en casa: que pueden hacer lo que quieran, impunemente, porque el mundo tiene que adaptarse a ellos en lugar de ellos al mundo. La vida es un cuerno de la abundancia en el que no hace falta esforzarse para conseguir nada, ni tener en cuenta a los otros, ni negociar con ellos. Ese niño despótico, que tantos problemas da y dará, que tantos problemas tiene y tendrá, es, para el imaginario de muchos padres de hoy, el colmo de la felicidad infantil.
Se trata, por supuesto, de un trágico error, del cual el niño será la principal víctima, debido a las enormes dificultades para controlarse, para empatizar, para negociar, para cuestionarse, al verse así condenado a un déficit de estrategias de autocontención y a una carencia en el aprendizaje de las normas, que son las bases de la convivencia social. Ese niño no tendrá manera de escapar de su ego hipertrofiado, no gozará de la tranquilidad que dan los límites que nos protegen de la arbitrariedad ajena y, sobre todo, de la propia (¡y de la nuestra como padres!), las normas que regulan la justicia y protegen al débil; ese niño no comprenderá la dificultad intrínseca a lo valioso, no disfrutará de la satisfacción de conquistar el mundo por sí mismo, no entenderá valores como la solidaridad, la colaboración, el esfuerzo y la iniciativa propia. Su vocación de tirano lo estampará contra el entorno.

Todas estas consecuencias de la actitud superprotectora del adulto se corresponden con ese venenoso mito de la infancia feliz, la edad de oro de la vida que todos supuestamente añoramos (aunque ninguna infancia, como ninguna vida, está exenta de angustia y sufrimiento, por más que queramos olvidarlos). Es el País de Nunca Jamás de Peter Pan, la estrella de El Principito, deformación de la arquetípica figura del “niño divino”, el puer aeternus, encantador y encandilador.
Porque algo de verdad y de necesario acierto hay en esa veneración hacia la infancia, por supuesto: los niños tienen mucho de esa inocencia, esa pureza, ese brillo fundador de la vida, y por eso merecen que les dediquemos nuestra protección y nuestro amor. Pero en la actualidad creo que hemos acabado por exagerar esos dones de la infancia, cayendo, insisto, en una idealización que no se corresponde con su realidad, sino con nuestras nostalgias. Al someter al niño a nuestros sueños, le impedimos que crezca en un mundo real, un mundo que inevitablemente le planteará problemas que deberá sufrir y encarar por sí mismo, un mundo que le cortará las alas y le obligará a ir perdiendo la inocencia, un mundo en el que tendrá que descubrirse a sí mismo en dimensiones amargas: el miedo, la lucha, la frustración, el coraje… Eso es madurar, y eso es lo que a menudo, con la mejor voluntad o simplemente porque así nos gustan más, les negamos con nuestra sobreprotección y nuestra permisividad, impidiéndoles que vayan dotándose frente a la dificultad de la vida.

Pero hay más, y creo que peor. Todo exceso tiene su reverso, y nuestro exceso paternal de devoción oculta otra cara, que disfrazamos muy hábilmente con nuestra paternidad amantísima: hablo del profundo descuido en el que crecen los niños actualmente, la falta de presencia materna y paterna que les acompañe, les modele o simplemente les soporte (en los dos sentidos de la palabra).
Los padres de hoy llevamos una vida demasiado ajetreada, demasiado llena de actividades y requerimientos, y tenemos poco tiempo para estar junto a nuestros hijos, aunque sea aburriéndonos a su lado. Muchos padres de hoy están encantados de tener hijos, pero no tienen tiempo ni paciencia para estar a su lado; de hecho, no tienen tiempo ni siquiera para educarlos, y por eso delegan la educación en los mismos especialistas a los que luego, tal vez movidos por un cierto complejo de culpa, reprochan que no estén haciendo bien su trabajo. En esta dimisión de la educación por parte de muchos padres se revela dramáticamente esa naturaleza de consumo de un producto con la que, por doloroso que nos resulte reconocerlo, se tiende a vivir actualmente la paternidad.

Así que la infancia, hoy día, se enfrenta a trágicas paradojas. Por un lado, nunca estuvo más mitificada y valorada; por otro, nunca fue peor entendida ni se halló, en el fondo, más descuidada por la ausencia de los progenitores. Por un lado, esperamos de nuestros hijos la mayor oportunidad de amor y de felicidad; por otro, ahogamos su individualidad bajo nuestra expectativa de idealizado sentimentalismo. Por un lado, consideramos un propósito prioritario el hecho de que nuestros hijos reciban la mejor educación (la que los haga felices, la que los prepare para el mundo y el trabajo); por otro, la educación se nos ha hecho tan compleja que preferimos delegarla en los especialistas que nos ofrece la sociedad, pero lo hacemos sin confiar del todo en ellos, sin permitir que nos lleven la contraria o nos muestren nuestras propias contradicciones.
No me gusta mirar atrás con nostalgia: generalmente sirve de subterfugio para eludir el presente, y en cualquier caso pocas veces acertamos idealizando esos tiempos pasados que supuestamente fueron mejores. Las tradiciones tienen muchas sombras, y en muchos aspectos es una suerte que las hayamos superado. Sin embargo, debemos reconocer que no hace tanto, cuando los hijos eran considerados más bien una carga y un fastidio que había que tolerar como inversión de futuro, cuando se les sometía sin rechistar a la disciplina del hogar, cuando apenas se tomaba en serio su derecho a la infancia, al menos los niños crecían más libres de nuestras obcecaciones y nuestras expectativas, al menos no eran tratados como un producto para la felicidad paterna, al menos podían sentirse artífices de su propio destino en la medida en que eran conscientes de las dificultades y las afrontaban por sí mismos.
No se trata, en fin, de volver atrás, cosa por otro lado imposible, ni tampoco de culparnos a la ligera, sino de analizar qué podríamos hacer mejor: al fin y al cabo, nuestra generación ha tenido que inventar cómo educar en un mundo completamente distinto del que vivieron nuestros padres. Es normal que tengamos mucho en qué equivocarnos y rectificar. Un buen tema de reflexión sería pensar seriamente cuánta responsabilidad tenemos los padres de hoy en la proliferación de niños y adolescentes inadaptados, acosados, neuróticos y autodestructivos.

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