La infancia es uno de
los más llamativos mitos contemporáneos. La infancia ha devenido una especie de
tótem o paraíso perdido, en el cual los adultos nos refugiamos en busca de
pureza, ternura, alegría y no sé cuántas cosas más. Perdóneseme si abuso de la
caricatura, pero el niño se ha convertido en el producto por excelencia: un
producto que “adquirimos” con la esperanza de que llene el profundo vacío de
nuestras vidas adultas, tan hambrientas de afecto y de sentido, unas vidas con
las que a menudo no sabemos qué hacer más allá de la producción y el consumo.
La aparición del hijo
lo llena todo de magia y fascinación. Contemplamos a nuestros retoños con
arrobo justificado: son algo que ha salido de nosotros, algo que en cierto modo
sentimos como parte de nosotros, y entregarnos a ellos es un gozo y un
privilegio. Sin embargo, ¿somos sinceros con nosotros mismos al endiosarlos
como solemos hacer? ¿No estaremos supliendo con ellos determinadas carencias,
como el ansia de sentido o la nostalgia de un afecto inocente y leal? ¿No les
estaremos haciendo a veces (¡menuda responsabilidad!) responsables de esa
“felicidad” que también hemos convertido en mito, objetivo supremo del
individuo moderno y posmoderno?
Algunas de nuestras
actitudes hacia los hijos, y el niño en general en tanto que tótem, parecen
rozar excesos que habría que tildar de desmesurados hasta lo patético. Nos
prometemos que le brindaremos esa felicidad completa que nosotros no tuvimos
(“A mi hijo no le faltará de nada”), y, como paternales guerreros del antifaz,
juramos que lo mantendremos a salvo de las incontables villanías de ese mundo
cruel y desalmado que nos avasalló a traumas (“No permitiré que mi hijo pase
por lo que yo tuve que pasar”), dispuestos a salir al paso de todos los
villanos que podrían maltratarle (el maestro, el vecino, el abuelo, y por
supuesto todos los demás niños, siempre potenciales enemigos). Todos,
naturalmente, menos nosotros mismos, que somos sus caballeros y sus guardianes.
Ser objeto de tantas
expectativas es para el pequeño una presión que a veces debe resultar
insufrible. Nos adelantamos a sus deseos, inundándolo de regalos inútiles que
jamás pidió, y concediéndole a toda costa el más pequeño capricho antes de que
salga de su boca. Los infantes captan esta dependencia que tenemos de su
aprobación, y aprenden pronto a explotarla sin mesura; al fin y al cabo son
personas, como decía el chiste. Saben que bastará con una leve lágrima para que
se pongan en marcha todas las compulsiones de culpabilidad y de entrega por
parte del adulto. La más leve molestia provocará un verdadero drama doméstico,
y movilizará los más admirables heroísmos por parte de unos padres que no
dudarán en atacar al maestro por el castigo inmerecido, el reclamo arbitrario o
el descuido a la hora de evitar que se cayera mientras corría o que se peleara
por la pelota con el compañero.
En el imaginario de
muchos padres, los papeles tradicionales permanecen intactos, solo que se han
invertido: una ofensa a su hijo cobra las proporciones de una imperdonable
falta de respeto, mientras que en sentido contrario se trata únicamente de una
justa manera de reafirmarse frente al torpe o malintencionado educador, al cual
se ve como un mero prodigador de servicios (para eso le pagan) y no un modelo
adulto al que hay que hacer caso y respetar. El educador es un instrumento más
en ese país de las maravillas en el que pretendemos que crezcan nuestros hijos,
y por eso le reclamamos la satisfacción esperada como lo haríamos con el
camarero de un restaurante. Y eso es lo que muchos hacen cuando no les gusta el
plato que le sirven a la criatura: arman la marimorena, amenazan con denunciar
el supuesto fraude y cambian al niño de escuela como le cambiarían la camisa.
Así que los niños
crecen pensando que el mundo es un gran bazar de objetos a su servicio, un
parque temático volcado en su entretenimiento que no le reclama más que el que
sus padres le paguen la entrada. Si el niño se aburre o se queja, si se le
plantean incómodos límites o no se le presta una atención suficiente (y solo
cuando es toda es suficiente), se le buscará a toda prisa una nueva atracción.
Las recriminaciones del pequeño contra el adulto son siempre sagradas y no cabe
cuestionarlas; he visto a padres que no se inmutaban al ver que su hijo gritaba,
insultaba o hacía callar a un educador; y he visto a esos mismos padres
amenazando al adulto cuando intentaba poner al niño en su lugar: “Que sea la
última vez que le hablas así a mi hijo”.
Ni que hablar de la
desautorización del adulto cuando el niño llega a casa y protesta por un
castigo del profesor. El padre o la madre rudos y más heroicos se limitan a
replicarle: “No le hagas caso, yo hablaré con él, no toleraré que te trate
así”; otros, más sofisticados (y a menudo son los peores), pueden ironizar:
“¡Menudo maestro! ¡Ese castigo es el mismo que le ponían a mi abuelo! ¿Para
esto le han servido los estudios y la experiencia? ¡Un poco más de pedagogía es
lo que tendría que estudiar!”. Son casos reales que he conocido en mi
profesión. Por suerte, y para ser justos, no se trata de la mayoría, pero son
unos cuantos y se hacen notar. Y, en cualquier caso, lo que sí hacen muchos es
desconfiar de entrada de la tarea del educador, dar por sistema la razón al
hijo e invitarle a hacer lo que le dé la gana.
Con estas actitudes,
los padres van modelando a pequeños tiranos que proyectan en el mundo lo que
ven en casa: que pueden hacer lo que quieran, impunemente, porque el mundo
tiene que adaptarse a ellos en lugar de ellos al mundo. La vida es un cuerno de
la abundancia en el que no hace falta esforzarse para conseguir nada, ni tener
en cuenta a los otros, ni negociar con ellos. Ese niño despótico, que tantos
problemas da y dará, que tantos problemas tiene y tendrá, es, para el
imaginario de muchos padres de hoy, el colmo de la felicidad infantil.
Se trata, por
supuesto, de un trágico error, del cual el niño será la principal víctima,
debido a las enormes dificultades para controlarse, para empatizar, para
negociar, para cuestionarse, al verse así condenado a un déficit de estrategias
de autocontención y a una carencia en el aprendizaje de las normas, que son las
bases de la convivencia social. Ese niño no tendrá manera de escapar de su ego
hipertrofiado, no gozará de la tranquilidad que dan los límites que nos protegen
de la arbitrariedad ajena y, sobre todo, de la propia (¡y de la nuestra como
padres!), las normas que regulan la justicia y protegen al débil; ese niño no
comprenderá la dificultad intrínseca a lo valioso, no disfrutará de la
satisfacción de conquistar el mundo por sí mismo, no entenderá valores como la
solidaridad, la colaboración, el esfuerzo y la iniciativa propia. Su vocación
de tirano lo estampará contra el entorno.
Todas estas
consecuencias de la actitud superprotectora del adulto se corresponden con ese
venenoso mito de la infancia feliz, la edad de oro de la vida que todos
supuestamente añoramos (aunque ninguna infancia, como ninguna vida, está exenta
de angustia y sufrimiento, por más que queramos olvidarlos). Es el País de
Nunca Jamás de Peter Pan, la estrella de El Principito, deformación de la
arquetípica figura del “niño divino”, el puer
aeternus, encantador y encandilador.
Porque algo de verdad
y de necesario acierto hay en esa veneración hacia la infancia, por supuesto:
los niños tienen mucho de esa inocencia, esa pureza, ese brillo fundador de la
vida, y por eso merecen que les dediquemos nuestra protección y nuestro amor.
Pero en la actualidad creo que hemos acabado por exagerar esos dones de la
infancia, cayendo, insisto, en una idealización que no se corresponde con su
realidad, sino con nuestras nostalgias. Al someter al niño a nuestros sueños,
le impedimos que crezca en un mundo real, un mundo que inevitablemente le
planteará problemas que deberá sufrir y encarar por sí mismo, un mundo que le
cortará las alas y le obligará a ir perdiendo la inocencia, un mundo en el que
tendrá que descubrirse a sí mismo en dimensiones amargas: el miedo, la lucha,
la frustración, el coraje… Eso es madurar, y eso es lo que a menudo, con la
mejor voluntad o simplemente porque así nos gustan más, les negamos con nuestra
sobreprotección y nuestra permisividad, impidiéndoles que vayan dotándose
frente a la dificultad de la vida.
Pero hay más, y creo
que peor. Todo exceso tiene su reverso, y nuestro exceso paternal de devoción
oculta otra cara, que disfrazamos muy hábilmente con nuestra paternidad
amantísima: hablo del profundo descuido en el que crecen los niños actualmente,
la falta de presencia materna y paterna que les acompañe, les modele o
simplemente les soporte (en los dos sentidos de la palabra).
Los padres de hoy
llevamos una vida demasiado ajetreada, demasiado llena de actividades y
requerimientos, y tenemos poco tiempo para estar junto a nuestros hijos, aunque
sea aburriéndonos a su lado. Muchos padres de hoy están encantados de tener
hijos, pero no tienen tiempo ni paciencia para estar a su lado; de hecho, no
tienen tiempo ni siquiera para educarlos, y por eso delegan la educación en los
mismos especialistas a los que luego, tal vez movidos por un cierto complejo de
culpa, reprochan que no estén haciendo bien su trabajo. En esta dimisión de la
educación por parte de muchos padres se revela dramáticamente esa naturaleza de
consumo de un producto con la que, por doloroso que nos resulte reconocerlo, se
tiende a vivir actualmente la paternidad.
Así que la infancia,
hoy día, se enfrenta a trágicas paradojas. Por un lado, nunca estuvo más
mitificada y valorada; por otro, nunca fue peor entendida ni se halló, en el
fondo, más descuidada por la ausencia de los progenitores. Por un lado,
esperamos de nuestros hijos la mayor oportunidad de amor y de felicidad; por
otro, ahogamos su individualidad bajo nuestra expectativa de idealizado
sentimentalismo. Por un lado, consideramos un propósito prioritario el hecho de
que nuestros hijos reciban la mejor educación (la que los haga felices, la que
los prepare para el mundo y el trabajo); por otro, la educación se nos ha hecho
tan compleja que preferimos delegarla en los especialistas que nos ofrece la
sociedad, pero lo hacemos sin confiar del todo en ellos, sin permitir que nos
lleven la contraria o nos muestren nuestras propias contradicciones.
No me gusta mirar
atrás con nostalgia: generalmente sirve de subterfugio para eludir el presente,
y en cualquier caso pocas veces acertamos idealizando esos tiempos pasados que
supuestamente fueron mejores. Las tradiciones tienen muchas sombras, y en
muchos aspectos es una suerte que las hayamos superado. Sin embargo, debemos
reconocer que no hace tanto, cuando los hijos eran considerados más bien una
carga y un fastidio que había que tolerar como inversión de futuro, cuando se
les sometía sin rechistar a la disciplina del hogar, cuando apenas se tomaba en
serio su derecho a la infancia, al menos los niños crecían más libres de
nuestras obcecaciones y nuestras expectativas, al menos no eran tratados como
un producto para la felicidad paterna, al menos podían sentirse artífices de su
propio destino en la medida en que eran conscientes de las dificultades y las
afrontaban por sí mismos.
No se trata, en fin, de volver atrás, cosa por otro lado
imposible, ni tampoco de culparnos a la ligera, sino de analizar qué podríamos hacer
mejor: al fin y al cabo, nuestra generación ha tenido que inventar cómo educar en
un mundo completamente distinto del que vivieron nuestros padres. Es normal que
tengamos mucho en qué equivocarnos y rectificar. Un buen tema de reflexión sería
pensar seriamente cuánta responsabilidad tenemos los padres de hoy en la
proliferación de niños y adolescentes inadaptados, acosados, neuróticos y
autodestructivos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario