Cuando tomamos ojeriza a alguien, es fácil ver malas intenciones en todo lo que haga, sea lo que sea. Si no nos habla, nos está demostrando su desprecio; si nos habla, nos está ofendiendo con su hipocresía o su arrogancia. Si no nos ayuda es un egoísta; si nos apoya pretende humillarnos. Con cada uno de sus actos crece nuestra convicción acerca de su iniquidad, y se reafirma nuestro juicio que lo considera execrable.
De ahí a considerarlo
implicado en la causa de todos nuestros males, solo hay un pequeño paso. No
hará nada que no nos perjudique: si se mantiene alejado, algo estará tramando;
si se acerca, será con la intención de dañarnos. Detrás de cada detalle ―la mirada, el
cuchicheo con otros, la mera presencia― sospecharemos una conspiración.
Lo más interesante de
todos esos recelos no es que respondan o no a la realidad ―a veces acertaremos―. Lo que da para
pensar es que, por errados y excedidos que resulten, podrían ser ciertos. Y es
ese rasgo de posibilidad el que nos atrapa. Cuando tenemos ganas de creer en
algo, nos basta con verlo como verosímil, y nos las arreglamos para que nos lo
parezca aunque no lo sea. Damos como probable lo que es meramente posible.
Todos hemos vivido la
desesperante experiencia de no poder mejorar el concepto que otro se ha hecho
de nosotros, sobre todo si ese concepto es peyorativo, por mucho que nos
esforcemos en demostrarle nuestra buena voluntad. En cambio, esa misma obstinación
en el prejuicio nos pasa desapercibida cuando la incubamos dentro de nosotros
mismos. Somos prisioneros ―a
veces de manera inconsciente―
de lo posible: basta con que un elemento no invalide nuestra convicción para
considerarlo prueba de que estamos en lo cierto. La verdad es simplemente lo
que hemos decidido que es verdad, y nuestra capacidad racional se asegura de
concebir maneras de reafirmarlo, confiriendo significados tendenciosos a lo
que, aunque sea probable que no los tenga, podría tenerlos.
¿Cómo podemos salir
de esa trampa mental? ¿Cómo podemos establecer una regla que, aunque no nos
certifique la validez de nuestros postulados, al menos distinga los plausibles
de los meramente posibles? ¿Cómo podríamos, si no certificar la verdad, al
menos pertrecharnos contra la falacia?
El filósofo austríaco
Karl Popper dio a esta pregunta una elegante respuesta, que se ha convertido en
una premisa del conocimiento científico. Para Popper, nunca podemos estar del
todo seguros de que un postulado es cierto: por mucho acopio que hagamos de
pruebas a favor, basta con una en contra ―ni siquiera eso: basta con una que no
confirme nuestra hipótesis―
para invalidarlo, o al menos para poner en duda su veracidad. Lo único que
podemos hacer para acercarnos a la verdad (inalcanzable) es corroborar nuestras
convicciones sobre ella, o sea, demostrar por todos los medios a nuestro
alcance que nada la invalida de momento. Todo el saber teórico es provisional:
no existe la verificación, sino únicamente la no refutación.
La consecuencia que
se sigue de este principio me parece aún más interesante: solo es válido ―provisionalmente― el conocimiento que
puede ser refutado, puesto que su valor reside, precisamente, en que, pudiendo
serlo, no lo es. Si las teorías de la evolución o del Big Bang pueden
considerarse creíbles es porque, además de haber recopilado muchas pruebas a su
favor, no se ha encontrado ninguna que las invalide. Bastaría con hallar restos
humanos de hace muchos millones de años para concluir que existen personas
anteriores a los primates, y que por tanto resulta dudoso que procedamos de estos.
Bastaría con descubrir una galaxia lejana que retrocede para poner en duda que
el universo entero proceda de una gran explosión. El Big Bang y la evolución
son teorías científicas porque pueden ser invalidadas por una prueba en contra:
a esta condición, Popper la llamó principio
de falsabilidad, y la consideró un requisito de cualquier hipótesis para
presentarse como científica, esto es, para que la ciencia pueda hacer algo con
ella.
¿Por qué el
psicoanálisis no es ciencia? Porque sus propuestas, por ingeniosas y elegantes
que resulten, no son falsables. No se puede demostrar que el Ello o el complejo
de Edipo no existen: nadie puede entrar en nuestra mente para ver si están o no
están. El psicoanálisis es una bella, sofisticada, inteligente especulación
sobre el funcionamiento de la psique humana; una metáfora repleta de poesía que
ha inspirado muchas otras metáforas, y que nos sorprende por su ingenio y su
impacto tan sugerente. Pero, dado que no podemos presentar ninguna prueba que
lo invalide, debemos tomarlo con la misma precaución que reservamos para
cualquier creencia.
El psicoanálisis, por
consiguiente, pertenece a la categoría de las creencias, del mismo modo que lo
hacen la afirmación de la existencia de Dios o la convicción en la ley del
karma. Los teístas suelen aducir, como argumento a su favor, el hecho de que,
del mismo modo que no se puede demostrar la existencia de Dios, tampoco se
puede demostrar su inexistencia. Siguiendo a Popper, un científico les
replicará que es precisamente esa imposibilidad de falsación lo que hace que no
debamos aceptar la existencia de Dios como una hipótesis seria.
Volviendo a nuestra
vida cotidiana, tal vez podamos sacar algunas enseñanzas útiles del principio
de falsabilidad de Popper. Un buen modo de liberarse de la tiranía de la
posibilidad sería exigirle, para tomarla en serio, que además sea falsable. Ese
prójimo que nos parece un enemigo acérrimo, ¿habría manera de demostrar que en
realidad es una persona benévola que no pretende perjudicarnos? Por supuesto,
no: por muchas veces que actuara a nuestro favor, jamás podríamos estar seguros
de que lo hará la próxima vez.
Entonces, ¿estamos
condenados a no conocer nunca de modo consistente a los demás? Exacto: es
imposible. Pero eso no implica que no valga la pena tener en cuenta nuestra
experiencia o nuestra intuición a la hora de juzgar a los otros. De hecho, para
relacionarnos de modo exitoso necesitamos disponer, al menos, de unos ciertos
criterios y unas determinadas ideas acerca de ellos. Necesitamos atribuirles una
mente como la nuestra, el hecho de que como nosotros actúen movidos por
determinadas motivaciones, la probabilidad de que sus actos sean intencionados
y por tanto descifrables y previsibles. Lo contrario sumiría nuestras
interacciones en un caos que no podríamos soportar, y que nos incapacitaría
para desenvolvernos en el mundo social. Estaríamos condenados a una inseguridad
permanente e insufrible.
Para relacionarnos tenemos que contar con lo que de
previsible y probable hay en los otros. No hay más remedio que guiarse por esa
probabilidad. Pero, precisamente porque no es más que una posibilidad, siempre
hemos de estar dispuestos a cuestionarla, a revisarla y a matizarla. La
experiencia nos va enseñando que la gente, como nosotros, es un enigma mucho
más complejo de lo que nos gustaría creer. Estar abiertos a la duda no es
garantía de acercarnos a la verdad, pero sí de que nos mantenemos en guardia
contra el prejuicio.
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