Hay un grupo de
jóvenes resolutos que aseguran que para ellos la inapetencia sexual no es un
problema, sino una manera más de encarar la sexualidad. No admiten que se les
tilde de raros, ni de disfuncionales, ni de traumatizados o infelices.
Reivindican con llaneza lo que ellos llaman "asexualidad", término
que no por discutible deja de hablar claro y con la fuerza necesaria. Luego
matizan: no es que no puedan sentir placer, o atracción, o incluso tener
relaciones y hasta disfrutarlas. Es, simplemente, que de entrada no les va ni
el acercamiento sexual, ni la pasión carnal, ni puñetera falta que les hace el
coito. En una palabra, que sus hormonas no les urgen a follar. Disfrutan, pero
no es para tanto.
Lo interesante, diría
que lo temerario, es que rechacen que su rasgo sea una disfunción. Proclaman su
carencia sin vergüenza. Ni inapetencia, ni inmadurez, ni miedo al pene ni
trastorno de personalidad. Sencillamente, una modalidad más del talante humano.
Eso da que pensar.
No creo que haya
muchos psicólogos dispuestos a aceptarles, por más que lo aseguren, como
“normales”. Sin embargo, ¿y si tuvieran razón? ¿Y si hubiésemos llegado a un
punto en el que debiéramos redefinir el concepto de “normalidad”, o bien
renunciar definitivamente a él? En ese concepto hay mucho de despotismo y
arbitrariedad, y es de admirar cualquiera que lo denuncie. Con la etiqueta de
“normal” se segrega a las personas, se las alecciona y en última instancia se
las fuerza a someterse a patrones socialmente establecidos. La “normalidad”
sirve, a menudo, como excusa para segregar, arrinconar, demonizar, discriminar
y, en definitiva, violentar a todos aquellos que no cumplan con el paradigma
ciudadano establecido como estándar, el cual suele ser definido por la
ideología dominante de la clase dominante.
Volviendo a mi
ejemplo, ni a la Iglesia ni al Estado le han preocupado nunca las posibles
inapetencias sexuales de la gente: si acaso, les ha importado cómo y con qué
disfruta la gente, pero que disfrute o no más bien les ha traído al fresco. Lo
único que hay que hacer para cumplir con los poderes fácticos es que sigan
fundándose células sociales reproductoras y estructuradoras en forma de
familia. Por eso la homosexualidad, que se opone a esa función o al menos no la
cumple, fue de entrada estigmatizada, arrinconada y perseguida, y aún lo es
para el dogma religioso; el Estado va admitiéndola lentamente, obligado por la
lucha gay, pero sin duda animado al comprobar que los homosexuales también
trabajan y pagan impuestos (de hecho trabajan mejor si se les deja en paz con
su homosexualidad), y además para el capitalismo avanzado la demografía o la
moralidad ya no son problemas.
El hecho de que
algunas personas se consideren asexuales aún lo es menos, pero hay que
reconocer que descoloca de entrada. Es un atentado contra la definición al uso
de “enfermedad” o “trastorno”, piedra angular del orden médico. No es que los
asexuales militantes estén planteando una mera ampliación del concepto de “normalidad”,
es que el propio concepto se ve sustancialmente vaciado, hasta el punto de
cuestionar su utilidad.
Porque si la
“asexualidad” puede llegar a ser considerada una mera característica más de la
diversidad humana, no necesariamente anormal o patológica, ¿qué le queda a la
patología (y al ejército de “especialistas” que viven de ella)? ¿Llegará un
momento en que ningún sufrimiento en sí sea patológico? Se podría llegar a
cuestionar la “anormalidad” de tendencias que hasta ahora llenaban los divanes
de los terapeutas de todos los pelajes. Podrían llegar a no ser patológicos
supuestos trastornos como la anhedonia (incapacidad para el placer), la
evitación, la obsesión o la propia asociabilidad. Si ya se habla con toda
naturalidad de “arros” para los que rechazan el romanticismo en las relaciones,
¿por qué no declarar que uno es “anhe(dónico)”, “evit(ativo)”, “obse(sivo)” o “aso(cial)”,
y quedarse tan tranquilo, en lugar de procurar, como sucede ahora, mantenerlo
oculto como una lacra y atiborrarse a pastillas y a interminables sesiones de
terapia para intentar desatascar nuestras cañerías mentales, sin conseguirlo?
Así, yo podría
confesar, tranquilamente y con soltura, que soy “evit” y “aso”, y a veces
“obse”, y eso me hace comportarme, en parte a mi pesar, como “asex” y “arro”
(esto menos, porque siempre fui un sentimental). Vale que no me hace feliz,
pero si me comporto de esos modos es precisamente porque me siento aún menos
feliz con lo contrario, o porque son mi manera de afrontar el hecho de ser
ansioso o de no sentirme cómodo entre los demás. ¿Por qué esa obligación de ser
permanente “mejores”? ¿Quién marca el ideal?
Con una normalidad
entendida de un modo tan amplio, tal vez entonces el límite de las patologías
(o, mejor, de lo que debe ser tratado y en lo que urge socorrer o limitar a una
persona) se ceñiría a lo que siempre debió ser: a aquello que nos hace sufrir o
que hace sufrir a los demás, lo que conculca los principios básicos de la
convivencia: el respeto, la dignidad, la ayuda y protección de quien esté en
desventaja y la igualdad de acceso a los bienes (unida a una lógica
contribución al bien común). Tal vez dejaría de haber tantos especialistas de
la salud, y esta regresaría, al menos un poco, a uno mismo, a lo que uno quiera
y pueda para su vida. Menos salvadores que nos dijeran cómo tenemos que ser y comportarnos,
y más gente que se encuentra en libertad y en respeto mutuo. Podríamos
reapropiarnos de lo que somos, incluidas nuestras enfermedades y otras rarezas,
a salvo de la dictadura de los especialistas, hoy dueños últimos de nuestra
vida. Asexuales, o asociales, o aburridos. Razonablemente felices (e infelices)
con lo que tenemos. Es una buena invitación, bravo por estos muchachos. No sé
si tienen razón, pero su valentía se la da.
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