“Sin amor, nada soy”,
aleccionaba Pablo de Tarso en una de sus cartas. No hace falta ser religioso para estar de acuerdo. Amar es
abrir la ventana de nuestra alma a la sustancia dulce, amarga, espléndida del
sentido, y eso solo podemos encontrarlo en los otros, solo puede florecer al
verternos en los otros y al dejar que nos acojan y, cómo evitarlo, que nos dañen. Y
es ahí, en esa trascendencia de nuestro solipsismo acorazado, donde tenemos la
oportunidad de encontrarnos, inesperadamente, a nosotros mismos; porque vivimos entrelazados
unos con otros, y los caminos de ida son también siempre de vuelta. “Y adonde no
hay amor, ponga amor y sacará amor”, escribía Juan de la Cruz, también en una carta.
¿Y cuál es nuestra
principal dificultad para participar en esa fiesta? El miedo, que nos hace
desconfiados y temerosos, que nos hace avaros y reticentes. El miedo que nos
impide salir de nuestra coraza y correr el riesgo de que se acerquen los demás.
El otro, que nos ofrece una oportunidad, se nos aparece de entrada como una
amenaza ―Sartre explicó bien
el sobresalto de ese encuentro―,
y en cierto modo lo es: una amenaza para nuestro narcisismo, para ese estanque
de aguas quietas que nos hemos hecho a la medida, y en cuya superficie, como el
jovenzuelo mítico, nos miramos encandilados, a la vez autocomplacientes y
contrariados. Nada pudo salvar a Narciso de las aguas estancadas ―y las aguas
estancadas acaban pudriéndose―
en las que quedó atrapado por su imagen, y así fue como acabó convirtiéndose en
un vegetal, una planta hechicera pero congelada para siempre.
Para amar hay que estar abierto al mundo, hay que saltar al mundo (a veces sin paracaídas). Por tanto, arriesgarse, admitir que sufriremos. Quien se mantiene acorazado tras las murallas de su Yo ―corriendo de un lado a otro dentro de su recinto, obcecándose, encandilándose con la cháchara de la mente…― no puede amar, simplemente porque no puede salir de sí mismo al encuentro de otro, ni tiene oportunidad de dar y recibir, ni es capaz de sufrir y disfrutar de otros. Es lo que suele denominarse narcisismo: todos los caminos nos conducen de regreso a nosotros mismos, y ninguno logra escabullirse hacia fuera. Y en el fondo del narcisismo, decíamos, está el miedo: al otro, al mundo, a lo que uno mismo es y no consigue transformar.
A veces uno está tan
herido que tiene demasiado miedo para salir afuera. Tal vez esa persona nunca
pueda sentir el gozo sereno del amor, que es entrega, que es salto un poco a
ciegas. Sin embargo, hay que esforzarse por salir, aun con miedo, aun con
reticencia, aun sabiendo que nunca se sale del todo y que uno siempre se guarda
una retirada. Lo preferible es soltarse (porque así uno está más abierto a
recibir), pero, si no se siente uno preparado, al menos nademos, aunque
guardemos la ropa.
En cualquier caso,
hay que salir, al menos a veces, al menos un poco, para que la soledad no lo
ocupe todo, para estar en algún sitio que nos aporte algo nuevo, que no sea el
territorio tan familiar y limitado de nosotros mismos. Porque entonces, al
menos un poco, al menos a veces, encontraremos amor, y eso es lo único que
puede brindarnos una verdadera alegría, un sentido auténtico. El narcisismo es
incapaz de amar porque está atrapado en lo propio, en su territorio autárquico
que no consigue abandonar. El narcisista es una víctima, un prisionero.
Y al salir
sufriremos, sí, pero será un sufrimiento apasionado, no como el que sentimos al
dar vueltas y vueltas dentro de nuestros muros, dándonos de bruces contra
ellos. Será el sufrimiento de lo nuevo, de lo que nos transforma, de lo que nos
empuja, tal vez de lo que nos destruye. Pero mejor destruirse ahí fuera que
aquí dentro, donde ya nada nos da una oportunidad.
El melancólico
(versión de Freud) está atrapado en una fascinación por su propia tristeza. Sin
duda tendrá razones: la genética, la infancia, la pura mala suerte o no haber
hecho las cosas demasiado bien. El problema de retroceder una y otra vez hacia
uno mismo es que se convierte en un hábito ―amargo, pero seguro― y acaba siendo una
prisión.
“Vivir quiero conmigo”, declaraba Fray Luis de León,
elogiando la vida retirada igual que había hecho Horacio en los tiempos
romanos. Bien está si le servía como descanso ―“¡Qué
descansada vida!”―, pero, ¿dónde descansar de uno mismo? Bien está
buscar esa alternativa a la vanidad perturbadora del mundo ―“Que
no le enturbia el pecho de los soberbios grandes el estado…”―,
pero, ¿cómo librarse de la vanidad de Narciso? Bien está, para quien sepa, fundar una soledad
fructífera ―“A la sombra tendido…, puesto el atento oído al son
dulce, acordado, del plectro sabiamente meneado”―, una
soledad en la que recostarse y gozar, que no consista en un pantano donde
quedar varado, sino en un ancho lago en el que remar y en el que pescar.
Bien está, pues, la
soledad cuando es creativa ―“Del
monte en la ladera, por mi mano plantado tengo un huerto”―, que era la única que
le parecía digna a un buen amigo que sabía de ello. Pero una soledad reticente,
hinchada de su propia sustancia, aprisionadora e impotente, acaba por sacar de
nosotros lo peor, porque a fuerza de hurgar acaba por encontrar detritos,
porque nos confina en algo tan escaso, tan rígido, tan estéril como nuestro
pobre ser. Los lamas y los ermitaños también se retiran, pero al menos hacen de
su soledad una misión y una tarea, y tienen a su Dios para ir más lejos, o el
desprendimiento de sí mismos para vaciarse; y así se hacen sabios: sabios de
libertad y entrega, y, en última instancia ―o no serán sabios― de amor. Narciso, en
cambio, solo se regodea en la estrecha celda de su propia imagen, y es incapaz
de ver más allá, o de remover las aguas para hacerla añicos.
Así que la soledad, por sí misma, no nos sirve de destino. El único destino valioso y liberador es el amor, o la creatividad, que es un ensayo de amor. La soledad impotente o temerosa es una tristeza. El amor, en cambio, es alegría ―“acompañada por la idea de su causa exterior”, nos recuerda Spinoza―, incluso cuando se queda solo, incluso cuando sufre.
¿Y cómo amar? Abriendo la puerta. Basta con acudir allá fuera y regalar algo: una sonrisa, un gesto, un apoyo, una cesión. Basta con levantar la mirada del estanque y desviar el interés a lo que nos rodea. Incluso si se nos devuelve indiferencia ―¡hay tantos Narcisos atrapados como nosotros!―, o desconfianza (y se nos devolverá, porque no dejamos de ser unos extraños para el mundo, aun cuando nos imbricamos en él); incluso si se nos paga con decepción (y se nos decepcionará, porque siempre pedimos antes de dar, porque siempre esperamos más de lo que entregamos). Incluso si regresamos heridos al anochecer, la jornada habrá tenido sentido, nos habrá ensanchado, nos habrá enseñado, nos habrá aliviado un poco de nuestras manías y nuestras locuras. Narciso liberado. Alegrémonos de vivir, y, viviendo, fundemos la alegría.
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