“Sos peleador”, me
decía a menudo mi pareja argentina, entre asombrada y complacida; como suele
suceder, también ella lo era, y yo le hacía de torpe espejo. Nuestras
discusiones podían prolongarse varios días, en una reiteración sin fin de
esgrima argumental (pero más emocional),
y nunca se resolvían con un acuerdo: simplemente, se desmoronaban por puro
agotamiento. Si alguno cedía, cosa que pasaba en contadas ocasiones, era mucho
peor, ya que no se trataba de una cesión sincera, sino desesperada, por lo que
abocaba invariablemente al resentimiento.
¿Qué nos sucedía?
¿Por qué nos comportábamos de esta manera estúpida y destructiva, que acabó con
nuestra convivencia? Porque, en efecto, ambos somos peleadores: ambos tenemos
una necesidad neurótica de no ceder, de no quedar atrás, de no sentirnos a la
sombra de otro; de reafirmarnos, en definitiva (ella lo negaría por lo que
respecta a sí misma, por supuesto, y aquí volveríamos a tener motivo de
disputa). Es más: tal vez, incluso y en cierto modo, nos gustara pelear. La
lucha tiene su esplendor de vitalidad derrochada, su arte de la fuerza
confrontada, su erótica del poder que se mide con otro poder. Al fin y al cabo, venimos de cazadores y de
luchadores, ¿no? Venimos de guerreros, de gente que no se ha podido estar
quieta en su casa y desde el inicio de los tiempos anda vapuleándose
mutuamente. Los niños se pelean, casi siempre con ganas, a menudo con placer.
Les fascina jugar con armas, y algo de eso nos queda durante toda la vida.
Cuando en el servicio militar me obligaban a practicar con el fusil, admito que
me sentía a la vez aterrorizado y excitado: era capaz de sentir esa fruición
inconfesable que da verse investido por la capacidad de dañar a un enemigo.
Y hablando de
enemigos: ¿acaso no lo son todos, al menos en algo, al menos alguna vez? ¿No
tiene nuestra especie la mayor capacidad para el amor y también para el odio?
¿Y no se dan ambos, casi siempre y de maneras más o menos sutiles, mezclados?
¿Cómo amar sin odiar un poco, sin odiar a veces? ¿Cómo no sentirse intimidado
por la grandeza y fastidiado por la miseria que atribuimos a quienes nos rodean?
Y, aunque resulte menos evidente, ¿no hay algo de amor también en el odio? Al
odiar, ¿no estamos otorgándole a nuestro rival un papel principal en nuestra
vida? ¿Podemos amar sin pelear? ¿Podemos odiar sin soñar secretamente con la
amistad del odiado?
Sí, me temo que soy
peleador, y eso no tendría nada de malo si fuese una especie de afición
controlada, si pudiera regularlo y detenerlo a conveniencia. Pero el desafío me
arrastra, sobre todo cuando se trata de resistirme a la arbitrariedad o el
poder de otros. Lo tengo visto, por ejemplo, en el caso de las figuras de autoridad:
o me relego a un lugar excesivamente sumiso, o siento la necesidad irrefrenable
de plantarles cara, por más que tengan razón o que ejerzan una potestad
justificada.
Me ha sucedido con
profesores y con líderes de grupos, con directores de escuelas en las que he
trabajado y formadores o asesores, con terapeutas y con toda clase de pelagatos
arrogantes que siempre acabamos por cruzarnos. Probablemente siento la
necesidad de reafirmarme ante ellos, llevándoles la contraria de forma compulsiva.
A menudo me siento como los héroes de las películas del Oeste, que sacan la
pistola en cuanto alguien les tose y no pueden permitir que nadie parezca más o
mejor que ellos. O César o nada: hay que ser el mejor o verse relegado a la
nulidad. Tal impulso surge, evidentemente, de una profunda inseguridad, de la
dificultad para reconocer las propias vulnerabilidades, de la incapacidad para
reírse de uno mismo.
Me he dado cuenta de que
me sucede más a menudo con figuras masculinas, lo cual reafirma el hecho de que
se trate de algo innato que, en mi caso, se ha acentuado por la falta de
autoestima o por el temor a ser relegado. De entrada, soy más bien acomodaticio:
acepto la autoridad, la reconozco y me pliego a ella. Pero pronto empiezo a encontrar
motivos para cuestionarla y me sorprendo plantándole cara en desafíos
imaginarios. Una de las personas con las que más me he “peleado” (de forma
simbólica e imaginaria, porque no me atreví a más) fue con el psiquiatra que dirigía
mi grupo de terapia: reconocía en él genialidad, pero también, a veces, se me antojaba
simplemente arbitrario. En mi incapacidad para soportar su liderazgo reside, supongo,
buena parte del fracaso de aquella terapia (por ser honesto, también tuvo
algunos brillantes aciertos; menos mal, porque me costó la juventud y una pequeña
fortuna…).
¿Cuál es la cura para
los peleadores (si es que tienen que curarse)? Puede que no haya solo una. Por ejemplo, se me ocurre que tal
vez, si uno es peleador, lo mejor que puede hacer es pelear mucho, aunque de
manera ordenada y consciente. Siempre he sospechado que me habría ido muy bien
practicar alguna de las artes marciales, por ejemplo taekwondo, que estuvo muy de
moda en mi veintena. O esgrima, tan fina y elegante. O incluso ―y esto me lo recomendó
precisamente la que fue mi mujer― algún deporte que consista en dar golpes a pelotas
en lugar de personas (¿a pelotas por personas?), como podría ser el pádel, o el
tenis… ¿Por qué no practiqué nunca alguno de estos deportes? Sobre todo, por
pereza; y tal vez, un poco, por miedo. ¿Miedo a qué? Al descontrol, a ser
golpeado, a ser humillado… Mi principal problema con los deportes competitivos
es que no sé, ni he sabido nunca, perder. Lo cual es otro tema, pero a la vez
viene a ser el mismo.
Otra cura para los
peleadores es desarrollar una actitud pacífica, adaptable, dialogante,
compasiva, tal vez humilde. ¡Ahí es nada! Mostrarse como cordero en medio de los leones.
Hace falta mucha valentía, o mucha cobardía, para hacer algo así y hacerlo
bien, hacerlo con convicción y hasta sus últimas consecuencias. El cristianismo
predica la humildad, el budismo aconseja la bodichita,
esa mezcla de pacifismo y compasión… ¡Qué difícil! Supongo que hay que pasar
por muchas y terribles luchas para conquistar (y creerse) una actitud así, para
poder retirarse un día y sentir una misericordia sincera por todos los seres…
Muchos santos fueron guerreros en su juventud, desde Milarepa a Ignacio de
Loyola. ¿Quién conoce la paz mejor que un soldado? ¿Quién comprende el valor de
la vida y de la compasión mejor que quien se entregó con ardor a matar y se arriesgó
con temeridad a que lo mataran? Cervantes, Calderón, Lope, escribieron obras de
una ternura y una profundidad humana admirables, y los tres, como tantos otros
poetas, fueron soldados. “¿Qué tengo yo que hablarte, comandante, si el poeta
eres tú?”
Por supuesto, no es
ese camino el que queremos para nuestros hijos, y si todos lo transitáramos la
sociedad resultaría insostenible. Nos lo avisó el viejo Freud: para poder vivir
en sociedad hay que reprimir los instintos. Pero tal vez haya maneras sanas de
canalizarlos, de expresarlos, de permitir que saquen fuera de nosotros nuestras
tendencias más oscuras. Competir, en todas sus formas, es pelear simbólicamente
(y a veces literalmente). Diré una burrada, pero, si no le hubiesen brindado la
oportunidad de ser un guerrillero que luchaba por la justicia, quién sabe si el
Che no habría podido ser un burdo asesino: alguna vez confesó el placer que le provocaba
matar; la diferencia entre Robin Hood y un salteador de caminos tal vez sea más
circunstancial de lo que solemos pensar.
La vida cotidiana, sin
ir más lejos, y como describió el sociólogo Georg Simmel con tanto acierto, está
trenzada de una enrevesada red de pulsos y disputas: “Las situaciones en el
seno de la paz, de donde sale la guerra abierta, son ya guerra en forma difusa,
imperceptible y latente”. Por cierto, y ya que empezaba este artículo evocando mi
matrimonio malogrado, Simmel se habría encogido de hombros y tal vez me habría recordado:
“No hay otra forma de unión que pueda soportar, sin disolverse exteriormente,
odios tan feroces, antipatías tan completas, tantos choques y ofensas
constantes”.
Entonces, ¿hay alguna esperanza de un futuro pacífico
para la humanidad? Si la hay, requerirá contar con nuestra tendencia innata a
pelear.
No hay comentarios:
Publicar un comentario