Hay personas que
cuentan con una especie de ley o brújula interna, un timón que les guía en
todas las cambiantes circunstancias de la vida. Como a todos, les zarandean las
marejadas de la existencia, pero ellas siempre acaban por seguir su ruta, una
ruta grabada a fuego como si fuesen dueños de sus propias constelaciones. Esas
personas siempre siguen adelante, porque siempre saben a dónde van.
En cambio, otros
navegan sin rumbo, a merced de los vientos y de las mareas, dando bandazos de
acá para allá sin claridad y sin destino. Éstos vienen y van, pasan una y otra
vez por el mismo sitio, se estancan cuando no hay brisa, y en días de tempestad
se estrellan contra los arrecifes que no supieron vislumbrar. A veces avanzan a
la deriva, o se detienen en puertos extraños, o escoran con el viento de
levante.
¿Qué es lo que marca
la diferencia? Creo que, ante todo, el amor. Quien fue amado cuando aún se
sentía insignificante, conoció la tierra firme y aprendió a caminar por ella; y
sabe amar, que es el alfa y el omega del sentido. El que ha sido amado y ama ya
lo tiene todo: lo demás es una añadidura; ninguna intimidación puede hacer un
daño irreparable; ningún temor alcanza el puerto seguro; ningún deseo es
imprescindible.
En cambio, quien no
conoció el amor, o lo conoció mal, creció con un alma raquítica, presa de un
hambre que no se sacia. Nunca podrá reponerse del todo de una oquedad que
amenaza con abrirse desde el fondo de todas las cosas, minando el mundo. Por
conquistar lo que no tiene, tal vez se pase la vida combatiendo, envuelto en
batallas que no puede ganar, galopando hacia un horizonte que nunca se alcanza.
Lo más probable es que en el fondo de su alma se sienta presa de una
vulnerabilidad insoportable.
Dicen muchos
psicólogos que el que en su infancia no se sintió amado como necesitaba ya
nunca podrá compensar por completo esa carencia. Siempre se le tambalearán los
cimientos, allá en el fondo. Siempre se presentirá incompleto. Algo se ha roto
o no se curó mal, y así se quedó definitivamente.
Sin embargo, ser cojo
no significa no poder caminar. Tal vez no se podrá correr como el que no lo es,
tal vez resulte más difícil y no se pueda llegar tan lejos —y habrá que
aceptarlo—, pero avanzar aún es posible. Uno puede, además, aprender a usar
muletas. En esa capacidad de compensar las carencias con artefactos reside el
poder humano, la oportunidad de llegar más allá de los límites que nos ha
impuesto la vida. Y por eso siempre, dentro de unos márgenes, podemos elegir.
La voluntad, aliada a la inteligencia, les abre nuevas posibilidades a nuestros
menoscabos, y a veces aprende, incluso, a sacarles partido.
Hay muchas y
estremecedoras historias del poder del tesón, y podemos tomarlas como ejemplo.
Cada cual tiene la posibilidad de ser héroe en su territorio, por pequeño que
sea. Dicen que Demóstenes, el célebre orador ateniense, se ponía piedras en la
boca para corregir sus defectos de dicción. Sócrates tenía fama de bajito y
feo; no pasó a la historia como un gran seductor de muchachas en el ágora, pero
sí como cautivador de almas ―lo
cual le costó la vida, pero esa es otra historia―. El sabio oriental Milarepa, de joven, había
sido un cruel asesino, y en su madurez iluminó la vida de mucha gente.
Montaigne se confesaba perezoso, pero no le faltó energía para meditar y
escribir. Basta ver el penoso estado del físico Stephen Hawking, inmovilizado
por completo en su silla de ruedas, para sentirse abrumado de admiración por
alguien que es capaz de sobreponerse a tal estado de deterioro, y hablar con
voz sintética moviendo con la lengua un aparato.
Hay fronteras que jamás podremos trascender, sueños
que no se cumplirán, heridas que no sanarán. Pero dentro de eso, seguimos siendo
vagabundos libres. Y a menudo resulta que el territorio es más extenso de lo
que pensábamos, y que lo que considerábamos una lacra también podía entonar su
canto de entusiasmo a la alegría. Esta es nuestra barca, y no tenemos otra: podemos
aprender a empuñar con firmeza el timón, y a guiarlo con sabiduría.
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