viernes, 20 de enero de 2017

Tener hijos

Tener hijos es la escuela de amor más grande que se nos puede brindar. Es la oportunidad de hacerse verdaderamente adulto, de cambiar el rol de hijo, que tiende a atraparnos en comportamientos primitivos, por el rol de padre, que significa ni más ni menos que a partir de ahora habrá una persona que dependerá completamente de nosotros, una persona de la que nos tendremos que hacer cargo sin excusas y sin esperar nada. Ya no seremos jamás los más importantes. El rey ha muerto: viva el rey. A cambio, sin embargo, nos inspirará más que ningún otro amor: en convicción, en valentía, en sentido. La existencia de un hijo vierte en la nuestra tanto contenido que nos parece que antes de él éramos como troncos huecos.
Tener hijos nos rescata del egocentrismo, o al menos lo resquebraja, lo pone en la picota. Un mocoso va por el mundo proclamando nuestra gozosa nimiedad. Cuando somos jóvenes, tendemos a pensar que la llegada de un hijo nos robará nuestra preciada libertad. Y es cierto: se nos priva de la libertad de entregarnos a nuestros caprichos, de imponer nuestros deseos, de pasarnos demasiado tiempo agazapados en nuestras congojas. Sin embargo, se nos regala una nueva libertad: la del que ya no es esclavo de sí mismo. Si Narciso hubiese tenido un hijo se habría visto obligado, al menos a ratos, a dejar de contemplarse en el estanque para ir a cambiar pañales. Tal vez entonces habría tenido la oportunidad de salvarse de la obsesión con su propia imagen. Habría descubierto un mundo a su alrededor, habitado por un ser capaz de inspirarle un amor que hiciera palidecer el que sentía por sí mismo. Habría conocido el dulce placer de olvidarse de uno al entregarse por completo a otro. ¿Hay libertad más grande?
Los que nos hemos pasado media vida secuestrados por las trampas del ego sabemos apreciar el don que es poder quitárselas de encima. Habíamos vivido perseguidos por traumas, temores, nostalgias, resentimientos antiguos que no sabíamos resolver porque seguíamos demasiado sumidos en nuestro relato, porque al crecer no habíamos sabido emanciparnos de la indefensión y los constantes reclamos infantiles. Seguíamos odiando a unos padres que suponíamos que no nos cuidaron o no nos comprendieron; continuábamos reprochándonos no ser los hijos que se había esperado. Fantaseábamos aún que, si llorábamos con suficiente fuerza, alguien vendría a abrazarnos y a alimentarnos. Soñábamos con que un amor lo iluminara todo, con destellos deslumbrantes y sin sombras; aún se lo pedíamos todo al amor, y, guiados por ese totalitarismo, despreciábamos los amores que podían darnos tanto, pero un tanto que nunca era suficiente. Y seguíamos pretendiendo ser los mejores, los más fuertes, los más reconocidos, mientras, como de pequeños, bailábamos para llamar la atención y acaparar los aplausos. Así es la infancia, y así seguíamos siendo nosotros, porque nunca habíamos dejado de echar en ella el ancla.
Pero entonces llegó ese extraño y maravilloso ser que era nosotros sin serlo, alguien en quien podíamos intuirnos pero no contemplarnos (al fin roto el espejo de Narciso), alguien que nos reclamaba todo sin dar más que el milagro de su presencia. Alguien, en fin, más importante que nosotros, y que por tanto convertía en fruslerías todas nuestras viejas querellas. Uno puede ser padre o madre y seguir odiando a los propios padres, pero ya no de la misma manera, ya no con el mismo sentido; primero, porque lo que hicieron con nosotros deja de ser tan importante: ahora se trata de lo que nosotros hagamos; y además, porque ahora que ocupamos su lugar podemos comprenderles muchas cosas, incluidas las limitaciones y los errores. Ahora nos toca a nosotros ser los que cuidan, los que tienen que acudir a otro llanto, y abrazar, y alimentar, y calmar y proteger. Y en ese nuevo rol descubrimos un poder más genuino, más hermoso, que antes ni siquiera concebíamos: no el de imponerse a los demás, sino el de resguardar su fragilidad; no el de reclamar, sino el de ser reclamado. De pronto somos responsables de la vulnerabilidad de otro, y eso no nos hace menos vulnerables, pero nos obliga a apelar a nuestra parte fuerte, a crearla si es preciso. Entonces descubrimos que estaba ahí, o que éramos capaces de inventarla.
Tener hijos está lleno de gozo y sufrimiento. ¿Cómo podría venir el uno sin el otro? Nuestros hijos se convierten en el sentido de la vida, y a partir de ese momento sus peligros son nuestros peligros. Tal vez ya no nos quite el sueño nuestro pasado, pero sí lo hará su futuro. La entrega a ese sufrimiento es terrible y dichosa, y se llama amor. Un amor que quema, que nos vuelca por completo hacia fuera, que nos vacía para llenarnos de vuelta, como las olas en la playa. Y tendremos que sufrir con cada uno de sus padecimientos, que nos dolerán más que los nuestros, y que muchas veces no podremos evitar —“nada ni nadie puede impedir que sufran”, canta Serrat—, ni siquiera tenemos derecho a evitar.
Se nos obligará a aprender sin cesar. Lo primero que tendremos que aprender es a perder: permitir que esa parte de nosotros no sea nuestra, que cumpla sus propios designios y siga su propio camino. Lo contrario sería no dejarles crecer. “Vuestros hijos no son vuestros hijos —escribe Kahlil Gibran en una célebre cita—, son los hijos y las hijas de la vida”. Creeremos conocer lo mejor para ellos, insistiremos en imponérselo, y al final tendremos que claudicar cuando elijan por sí mismos, enseñándonos, tal vez, que estábamos equivocados. Y habrá en ello un pulso, una lucha entre generaciones, que tendrá que saldarse, como sucedió siempre, con la victoria de quien pertenece al futuro.
Porque otra cosa que vienen a enseñarnos los hijos es que ya no somos jóvenes, o no lo somos tanto; que el tiempo corre y tendremos que dar paso a una nueva generación que sustituirá a la nuestra. Hay en ese descubrimiento, también, una tristeza y un gozo. Aceptar que nos quedamos atrás, que estamos un escalón más cerca de la vejez y la muerte, puede no ser fácil de entrada. Pero, una vez admitido, hay en ello el alivio de saber que todo es más ligero de lo que pensábamos, incluidos nosotros. Eso nos limpia también de muchas necedades infantiles. Tal vez los rituales que celebran la llegada de un nuevo hijo estén dedicados, también, a consagrar el paso de los padres a una nueva etapa de la vida. Esa marca de frontera a veces queda diluida en nuestra sociedad líquida, donde todo se enreda tan fácilmente; eso nos confunde a menudo y nos trae muchos problemas: haríamos bien en rescatar la solemnidad de los ritos de paso, aunque solo fuera con la reflexión.
Y, en fin, los hijos nos enseñarán qué es amar sin esperar, amar con una fuerza que no puede ser correspondida. Tal vez sea, en efecto, la vida, que nos relega a un puesto secundario, al desplazar su centro a otro. Para el gen egoísta, haber cumplido con su transmisión es haberlo hecho casi todo. Solo nos queda proteger al depositario de ese gen, para que se desarrolle y llegue a la edad de perpetuarse en la generación siguiente. Pero no hace falta remitirse a la biología para aceptar esa aparente crueldad de las leyes de la vida, que en el fondo son muy justas. Cuando uno ve crecer sanos a sus hijos, de pronto se da cuenta de que la propia muerte no le apena tanto. Uno entiende que no es tan importante, que la vida se le prestó y seguirá por su cuenta, y que uno no constituye más que un eslabón en la cadena de la existencia. Esa insignificancia, mientras se contempla a los niños corretear y reír, es una felicidad.

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