viernes, 13 de enero de 2017

La valentía de dejarse querer

Ojalá podamos tener el coraje de estar solos 
y la valentía de arriesgarnos a estar juntos. Eduardo Galeano.

Hay una sensación de poder en negarse a aceptar lo que nos brindan: es jugar a la omnipotencia, ese viejo juego infantil al que tanto nos cuesta renunciar. Mientras doy, ejerzo mi poder sobre los demás, puedo hinchar mi ego con la sensación de que soy importante y se me necesita, puedo saborear mi ventaja sobre las impotencias de otros. En cambio, la disposición a recibir exige una cierta admisión de vulnerabilidad: reconocer que no nos bastamos a nosotros mismos, que necesitamos a los demás. Hay quien reclama la atención y pone a la gente a su disposición mediante el lamento y el desamparo, y hay quien no lo hace nunca porque así da la impresión de que no lo necesita. Hay quien es un dependiente absoluto, incapaz de hacer nada por sí mismo, y quien no puede permitirse el lujo de depender para evitar que se adivine su vulnerabilidad.
Conviene distinguir entre mostrarse vulnerable y sentirse vulnerable. Yo en general no he tenido problema en dejar ver mis torpezas, en admitir mis debilidades, en reconocer mis errores. De hecho, incluso he abusado y muchas veces me he entregado como carnaza a la burla de los demás, ensañándome conmigo mismo. Hurgar en los propios defectos, sobre todo cuando se hace públicamente, es otro tipo de poder: un poder oscuro que se utiliza a sí mismo como víctima propiciatoria. Todos deberíamos aprender a reírnos de nosotros mismos tanto como lo hacemos de los demás, pero siempre con ternura, con una risa compasiva, nunca con crueldad. Al humillarnos públicamente salimos al paso de posibles humillaciones ajenas, sí, pero a costa de dimitir de nuestra dignidad. Esto me trae a mientes que, siendo niño, una pandilla se encaró conmigo por la calle, no sé si con la intención de atracarme o solo por bravuconada; me revolví contra el que me amenazaba y le espeté: “¿Piensas que te tengo miedo? Aunque seas más fuerte y puedas pegarme, no te tengo miedo. ¡Anda, pégame, pégame!” El muchacho, algo mayor que yo, se quedó desconcertado unos instantes y de repente sonrió y me atizó un buen puñetazo en la cara.
En aquella consagración como perdedor, mientras se me hinchaba el pómulo y me silbaba el oído, pude saborear el extraño poder de haberme adelantado a mi agresor, de haberle escatimado la oportunidad de convertirme en víctima poniéndome yo antes en ese lugar. Lo cierto es que el tipejo me dejó en paz, y yo me quedé allí, de pie, con mi golpe en la cara pero con un extraño orgullo inverso. En aquel caso quizá no fui solo un perdedor, y, ya que no tenía fuerza para pegar a mi oponente como hubiese deseado, pude al menos robarle parte del placer (y del poder). Sin embargo, eso no hace menos perverso el hecho de que invitemos a los demás a que nos humillen; una actitud de ese tipo solo está mostrando hasta qué punto nos inspiramos desprecio: hay que estar muy resquebrajado por dentro para inmolarse como chivo expiatorio, para hacerse objeto de una crueldad propia a veces mayor que la que nos dispensarían los otros.
¿Me habrá servido esa ostentación de vulnerabilidad para evitar el terror de sentirme vulnerable? Porque eso sí que no he podido tolerarlo nunca, hasta el punto de evitar entregarme a los demás y, por consiguiente, poner una barrera a cualquier oportunidad genuina de amor. Hay un derrumbe vertiginoso en aceptar que nos quieran, que nos mimen, que nos acaricien, que nos protejan. Cuando nos apoyamos en alguien, siempre existe el peligro de que nos deje caer; cuando nos recostamos en un abrazo, siempre puede pasar que al otro lado no haya un cuerpo interpuesto entre nosotros y el abismo. Confiar requiere, llegado a un punto, cerrar los ojos y abandonarse, y ese es un inmenso riesgo, quizá sea el riesgo más grande que corramos en la vida. Y es precisamente el riesgo que yo nunca he podido tolerar en una relación íntima: algo en mí siempre ha estado convencido de que, llegado el momento, me dejarían caer. Por eso no puedo capitular, y tengo que mantener la ilusión de poder del que no espera nada, de no aceptar lo que se me ofrece, de no creer ninguna promesa, de no poner en manos de otros mi vulnerabilidad más profunda.
¿Y por qué será tan terrible reclinarse en un abrazo y no encontrar a nadie al otro lado? Al fin y al cabo, somos adultos, podemos sostenernos por nosotros mismos, y si nos caemos podemos levantarnos. Perfilemos un poco más la fantasía: “Ella era todo lo que había soñado, abrió los brazos y se me acercó; yo cerré los ojos, fui a abrazarla y cuando los abrí ya no estaba allí”. Se puede captar el terror de ese vacío sin fondo en un mundo en el que habíamos creído y resultó ausente. Pero si miramos bien, la fantasía es absolutamente infantil. Es la falta de la madre lo que resuena en ese pavor ante el vacío. Proyectamos el pánico a esa traición primordial en otras personas tal vez porque esperamos, secretamente, rescatar en ellas a la madre que nos falló. Seguimos buscando a nuestra madre en el gentío, donde jamás podrá estar: esa es nuestra verdadera vulnerabilidad.
Porque entre la gente solo encontraremos personas iguales a nosotros, adultas y tal vez huérfanas, personas que dan y que reciben, que dan porque reciben, que saben que reciben porque dan. Quizá recibir sea más difícil porque sabemos que querríamos más, porque conservamos la fantasía (también infantil) de que nunca tendríamos bastante. Y sabemos, por experiencia y por lógica, que nadie nos dará tanto, que nadie nos dará sin recibir. Eso, que debería ser suficiente, no lo es para un alma detenida en el origen, para un cuerpo de adulto que mantiene las fantasías de un niño.
Así que, enfurruñados, preferimos retirarnos a negociar, preferimos renunciar a un amor que no se entrega si no se le entregan; elegimos, en definitiva, no entregarnos. Lo hacemos para no perder el único poder que nos queda, para que no nos invada la angustia y nos reduzca al terror del desamparo primitivo. Creemos hacernos fuertes en la convicción de que no necesitamos que nos sostengan, cuando en realidad es lo que anhelamos secretamente, y por eso nos da tanto miedo la posibilidad de que no lo hagan.
La única salida de ese laberinto del desamor sería el valor de admitir nuestra vulnerabilidad. Admitir que, en efecto, nos posee el pánico, pero que aun así estamos dispuestos a correr el riesgo. Y lo estaremos cuando comprendamos que, entre adultos, no hay nada terrible en encontrar vacío un abrazo; que ese abismo de nuestra fantasía no es más que un tropiezo, tal vez doloroso, pero no mortal; que somos capaces de sobrevivir a las caídas y levantarnos y seguir caminando; que todos los abrazos están llenos y están vacíos, porque hoy se nos dan y mañana tal vez no; que necesitamos que nos quieran y nos abracen, incluso si solo es un poco, incluso si solo es por un rato, incluso si al final nos dejan solos. Al fin y al cabo, siempre estuvimos y estaremos solos, así nacimos y así moriremos. Entretanto, cada migaja de amor es un tesoro, y vale la pena la valentía de dejarse querer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario